Sacerdote, ¿quién
eres?
S.E. Mons. Celso Morga
Iruzubieta
Publicado por la revista Palabra,
en el n° 595, del mes de enero de 2013
Tu, sacerdote, eres un cristiano. Es tu nombre de gloria, de dignidad de
hijo de Dios; es el nombre de la gracia y de la salvación (cf. San Agustín, Sermo 340: PL 38,1483). Es el nombre de la confianza, de la familiaridad y
amistad con Dios, de la esperanza en la salvación eterna. Tú has recibido los
sacramentos de la iniciación cristiana. Por el bautismo has sido liberado del pecado.
Con un nacimiento nuevo has sido regenerado como hijo de Dios, llegando a ser
miembro de Cristo, incorporado a la Iglesia y hecho participe de su misión como
miembro del Cuerpo místico de Cristo. Con la confirmación, has recibido la
plenitud de esta gracia bautismal y con la Eucaristía participas, con toda la
comunidad eclesial, en el sacrificio mismo del Señor. La Iglesia como madre cuida
de ti, durante toda tu vida, para que puedas alcanzar la salvación eterna, a
pesar de tus pecados y miserias que, como hombre, experimentas de continuo. Acercándote
con fe y humildad al sacramento de la Penitencia obtienes de la misericordia de
Dios el perdón de los pecados que cometiste contra Él y, al mismo tiempo, te
reconcilias con la Iglesia, a la que ofendiste. Ella te mueve a conversión con
su amor, su ejemplo y sus oraciones (cf. LG
11).
Pero no olvides, sacerdote, que a ti se te ha conferido un sacramento
peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo, te ha marcado con un
carácter especial que te identifica con Cristo Sacerdote para actuar como
representante suyo. Es el nombre de la responsabilidad, del oficio recibido. Es
el nombre del pastor que debe cuidar del rebaño que se le ha confiado (cf Jn
10), del administrador que debe dar las raciones a su tiempo y vigilar sobre la casa para que, cuando vuelva el
Señor, no lo encuentre despreocupado de la suerte de sus hermanos (cf. Mt 24,45-50).
Has sido consagrado como verdadero sacerdote de la Nueva Alianza a imagen
de Cristo, Sumo y Eterno sacerdote, para anunciar el Evangelio a los fieles,
para dirigirlos y para celebrar el culto divino (cf. LG 28). Tu misión es
asombrosamente grandiosa y bella: actuando en la persona de Cristo y
proclamando su misterio, unes la ofrenda de los fieles al sacrificio de su
Cabeza; actualizas y aplicas, en el sacrificio eucarístico, hasta la venida del
Señor, el único sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece al
Padre de un vez para siempre como hostia inmaculada. De este sacrifico único,
has de sacar, a diario, la fuerza para tu ministerio sacerdotal (cf. PO 2).
Para servir de verdad al Pueblo de Dios, has de ser consciente de formar con tu
Obispo y tus hermanos sacerdotes un único presbiterio. Sin el Obispo no hay
presbiterio. No son signos vacíos la promesa de obediencia y el beso de paz que
el obispo te dio al final de la liturgia de tu
ordenación sacerdotal. Tu vivencia de presbiterio debe estar impregnada de colaboración sincera, de
amistad verdadera, de amor desinteresado y, por tanto, también de obediencia.
Por la ordenación sacerdotal, estas unido a todos los presbíteros del mundo,
pero sobre todo a los de tu propio presbiterio por una fraternidad que el
Concilio Vaticano II define como “íntima”
(PO 8); íntima fraternidad que encuentra su expresión litúrgica en la
imposición de las manos que todos los presbíteros presentes hacen, después del
obispo, sobre el ordenado, durante el rito de la ordenación.
Esta nueva consagración que has recibido, esta diversidad de funciones que
hay en la Iglesia por querer de Cristo, no puede ser, en modo alguno, causa de
división o motivo de ventajas o privilegios humanos entre sus miembros, ya que
todos somos uno en Cristo Jesús. Aunque sólo algunos reciban esta consagración,
sin embargo, la alegría de su recepción es común a todos porque para el bien de
todos es recibido por algunos. Sacerdote, tres cosas debes tener siempre
presentes: saber de quién eres ministro; cuál es el don que has recibido
mediante el sacramento del orden y para qué lo has recibido.