Congreso
promovido por Alianza Católica, Cristiandad y por el IDIS
(Instituto para
la Doctrina y la Información Social)
Sala San Pío X, Vía
de la Conciliación 5 - Roma
Sábado, 19 de mayo
de 2012 – a las 10.00 horas
«Veinte
años después del Catecismo de la Iglesia Católica
para la Nueva Evangelización»
Lectio Magistralis
del Emmo. Sr.
Card. Mauro Piacenza
Prefecto de la
Congregación para el Clero
Excelentísimos señores Obispos,
ilustre Regente,
distinguidos señores,
queridos amigos:
Me alegra poder
intervenir en este Congreso, en el cual, con admirable celo, casi se adelanta
el Año de la Fe, introduciéndonos a uno de los dos aniversarios que han
determinado su celebración: el veintenario del Catecismo de la Iglesia Católica,
que en realidad no se puede separar del cincuentenario de la convocación del
Concilio Ecuménico Vaticano II.
Me
detendré, en esta intervención, en tres aspectos que considero esenciales
respecto al tema que se me ha asignado: la relación entre Catecismo de
la Iglesia Católica y Concilio Ecuménico Vaticano II, algunas facetas de la recepción
del Catecismo y, por último, la estrecha conexión entre Catecismo y Nueva
Evangelización.
Deseo
hacer una premisa antes de desarrollar el tema: la lúcida conciencia eclesial de
la "insuficiencia" de un documento, cualquiera que sea su tenor, para
determinar, por sí solo, cambios radicales y reformas evangélicas.
Los documentos son
esenciales y ayudan todo auténtico camino de conversión y, por tanto, de reforma,
sosteniendo las razones y ofreciendo indicaciones, ¡pero el motor de la
renovación personal y eclesial, siempre, de modo seguro y preeminente, es la santidad!
Tanto la santidad objetiva de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, como la santidad
personal, de cada uno de sus miembros.
Si
no fuera así, también la Nueva Evangelización, de la cual se habla desde hace
ya más de una década, oficialmente desde la Novo
Millennio ineunte, correría el riesgo de ser un eslogan repetido demagógicamente, sin una relación auténtica con la
realidad, con las concretas situaciones culturales, doctrinales y pastorales de
las comunidades cristianas y de las Iglesias particulares.
1. Catecismo de la Iglesia Católica y Concilio Ecuménico Vaticano II
Uno
de los aspectos fundamentales, que siempre hay que tener presente cuando se trata
del Catecismo de la Iglesia Católica, es su relación con el Concilio Ecuménico
Vaticano II. El Catecismo hunde sus raíces en
el Concilio, crece y se desarrolla desde
el Concilio y es un fruto maduro del
Concilio.
¡Cualquier otra lectura
no daría razón de un compromiso tan fundamental y universal de la Iglesia, en
la elaboración de una “Summa de la
Fe”, como es el Catecismo!
Escribía el Beato Juan
Pablo II, en la Constitución Apostólica Fidei
depositum, de 11 de octubre de 1992: «Después de su conclusión, el Concilio
no ha cesado de inspirar la vida de la Iglesia. […]. Con esa intención, el 25
de enero de 1985 convoqué una asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos,
con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio. Objetivo de
esa asamblea era dar gracias y celebrar los frutos espirituales del concilio
Vaticano II, profundizar su enseñanza para lograr una mayor adhesión a la misma
y difundir su conocimiento y aplicación. En
esa circunstancia, los padres sinodales […] expresaron el
deseo de que se elaborase un catecismo o compendio de toda la doctrina católica
[…]. Este Catecismo contribuirá en gran medida a la obra de renovación de toda
la vida eclesial, que quiso y comenzó el Concilio Vaticano II».
La misma promulgación
del Texto, en la primera edición en lengua francesa en 1992 y en la Editio Tipica latina de 1997, va siempre acompañada de referencias explícitas al
Concilio Ecuménico Vaticano II, casi como si quisiera recordar su profundo
impulso renovador para toda la Iglesia.
Desde el punto de
vista teológico estamos llamados a reconocer que la resurrección inauguró una nueva
dimensión de la vida y de la realidad, de la cual emerge un mundo nuevo, que
penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae hacia sí. Todo
esto sucede concretamente a través de la vida y el testimonio de la Iglesia; es
más, la Iglesia misma constituye la primicia de esta transformación, que es obra
de Dios y no nuestra, y precisamente en esto consiste la verdadera renovación.
La primicia de la renovación, de la nueva humanidad transformada por la resurrección
del Señor, es la Iglesia. Renovar la sociedad, para nosotros, significa promover
la difusión de la Iglesia, y renovar la Iglesia significa aceptar fielmente la
“novedad” que esta es, por la voluntad y el don gratuito y permanente del
Espíritu, de parte de Dios.
No asombra, entonces,
la referencia constante al Concilio Ecuménico Vaticano II, cada vez que se ha presentado
oficialmente el Catecismo de la Iglesia Católica, puesto que es preciso acoger
este último como eco profundo, y eclesialmente mediado, del primero, y no podría
ser de otra manera, puesto que sólo el Concilio dio a la Iglesia la fuerza de expresar,
de modo comunional, la propia fe en un nuevo —en el sentido de renovado— Catecismo.
Todo esto es verdad,
y también fácilmente admisible, con una condición: que se desee realmente conocer,
amar y seguir el Concilio y no la propia “idea de Concilio”; que se desee obedecer
al Vaticano II y no a lo que nunca se ha celebrado y que vive sólo en el deseo de
algunos.
La cuestión de la
correcta hermenéutica del Concilio Ecuménico Vaticano II, en los términos en
los que se planteó en el ya clásico discurso del Santo Padre Benedicto XVI, de
22 de diciembre de 2005, con la clara posición a favor de la hermenéutica de la
reforma en la continuidad del único sujeto-Iglesia, y con la denuncia de los
graves daños provocados por la llamada “hermenéutica de la discontinuidad”, toca
también la correcta interpretación de la relación entre Catecismo de la Iglesia
Católica y Concilio.
No es esta la sede para
entrar en un debate tan complejo y con voces tan distintas y a veces no exentas
de tensión.
Parece necesario,
sin embargo, constatar que lo que se puede definir el “gobierno del pensamiento”
del Santo Padre está dando sus frutos, de modo lento pero eficaz. Son cada vez más
las circunstancias, las personas, los estudios e incluso las Cátedras que se ocupan
del Concilio Ecuménico Vaticano II y que desean hacerlo de la manera más científica
posible y, sobre todo, libre de condicionamientos ideológicos vinculados a
circunstancias culturales o sociales, en una adhesión cada vez mayor a la realidad,
a la historia, a los textos y a su sucesiva recepción, esencial para la correcta
hermenéutica.
En realidad, el
Beato Juan Pablo II ya había afirmado sobre el Catecismo: «es una exposición de
la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, comprobada o iluminada por la
sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio de la Iglesia. Yo lo
considero un instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión
eclesial, y una regla segura para la enseñanza de la fe. Pido, por
consiguiente, a los Pastores de la Iglesia, y a los fieles, que acojan este
Catecismo con espíritu de comunión y lo usen asiduamente en el cumplimiento de
su misión de anunciar la fe y de invitar a la vida evangélica» (Const. Ap. Fidei depositum).
2.
La recepción del Catecismo de la Iglesia Católica
Esta afirmación introduce
el segundo punto de la presente reflexión, que quiere indicar algunos caminos
interpretativos del fenómeno de la recepción del Catecismo.
Como he dicho, la recepción
del Catecismo no se puede separar totalmente de la correcta recepción de los
textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, y existe, todavía hoy, una “extraña
discontinuidad” entre aquellos que dicen ser entusiastas del Concilio y, resistiendo
al Catecismo, querrían reconocer en este una verdadera traición de la doctrina
conciliar.
Es preciso admitir que,
desde el punto de vista numérico, aunque la constante obra de los medios de
comunicación lo amplifique, se trata de exiguas minorías —más que “creativas”, “repetitivas”—,
muy a menudo incapaces de ver, en el desarrollo del único Cuerpo eclesial, las contribuciones
que el Espíritu ofrece, en tiempos y
modos diferentes.
En la gran mayoría
de los casos, en todas las Iglesias particulares del mundo, el Catecismo se ha
acogido como un don para los Pastores y los fieles, como una referencia segura —y
lo es—para la elaboración de los catecismos locales (nacionales y diocesanos) y
como un baricentro de la fe de la Iglesia.
No debemos olvidar que,
hace veinte años, ciertamente el clima no era igual al de hoy. En la velocidad
de los cambios socioculturales, determinada por la inmediatez de la comunicación,
veinte años representan un tiempo suficientemente amplio para decir que el
clima cultural decididamente ha cambiado. ¡Esto muestra la fuerza de la Iglesia
y la valentía del Beato Juan Pablo II, a la hora de publicar, en 1992, el Catecismo
de la Iglesia Católica!
En estos veinte
años, fue muy amplia también la recepción del Magisterio pontificio, el cual ha
hecho referencia incesantemente al Catecismo, como ha hecho referencia a los textos
del Concilio Ecuménico Vaticano II, interpretándolos a su vez con el instrumento
seguro del Catecismo. La misma influencia ha tenido en los documentos
magisteriales de la Curia y en el ordinario Magisterio de los Pastores.
En cambio, todavía
hay mucho camino por hacer a la hora de platear una correcta relación entre Teología
y Catecismo de la Iglesia Católica. Aunque haya una clara conciencia de que la
tarea de la Teología es profundizar el conocimiento de la Verdad revelada, y no
simplemente repetirla, parece que el trabajo teológico haya perdido la ocasión
de ofrecer su valioso servicio para profundizar las razones, que sostienen las
afirmaciones doctrinales. Probablemente la Teología sería mucho más fecunda, si
empleara sus energías de modo menos centrífugo y casi, dolorosamente, marginal
respecto a las verdades esenciales de la nuestra fe.
La instrucción de la
Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la vocación eclesial del Teólogo
(24/05/1990), firmada por el entonces Prefecto Cardenal Joseph Ratzinger, es
una referencia que ilumina el papel insustituible y eclesial de la Teología, y
sería decididamente deseable que, sobre todo en las Facultades teológicas, se
comenzaran a instituir verdaderas Cátedras sobre el Catecismo de la Iglesia
Católica, su génesis, su recepción, su desarrollo y, sobre todo, su fecundo uso
pastoral.
Como recordó el
Santo Padre en la Homilía para la Santa Misa Crismal de la pasada Pascua: «Todo
anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no
es mía» (Jn 7, 16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de
la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo
alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté
firmemente anclado en ella». Sobre todo este último pasaje, que el Papa consideró
necesario reafirmar claramente, indica cuál debe ser la posición de todo
cristiano y, a fortiori, de todo
sacerdote, teólogo y Obispo, respecto a la doctrina que contiene el Catecismo de
la Iglesia Católica.
Ser servidores de la Doctrina de la Iglesia e identificarse
totalmente con ella forma parte integrante de la identidad cristiana y
sacerdotal que, en el fondo, fue el núcleo temático también del Año Sacerdotal
celebrado en 2009-2010.
El camino de recepción oficial del Catecismo de la Iglesia
Católica es, quizá, más amplio del camino de recepción real, sobre todo en el
ámbito de las Comunidades, las Familias Religiosas, las Asociaciones, los Movimientos,
etc. El Año de la Fe, convocado en los notorios aniversarios del Concilio y del
Catecismo, tiene también este objetivo: favorecer una recepción del Catecismo todavía
más capilar, como instrumento de doctrina segura y, al mismo tiempo, de correcta
hermenéutica del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Quizá es tiempo de afirmar, con la debida claridad, que se
equivocan clamorosamente quienes afirman que «el Catecismo ha traicionado el
Concilio», o que «el Catecismo ha sido un paso atrás respecto al Concilio». Detrás
de eslóganes de
este tipo, se cela, de modo ni siquiera demasiado irreconocible, la pérdida de comprensión
no sólo de lo que el Concilio es, sino también de lo que toda la Iglesia, Cuerpo
de Cristo, es. Sobre todo, afirmaciones de esa clase llegan de ambientes que se
reconocen en esa hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, que, como se
ha dicho, el Santo Padre indicó como responsable de graves confusiones en el Pueblo
de Dios.
Asimismo, considero que estas actitudes son las que, máximamente,
hacen un pésimo servicio al Concilio: tanto porque, lamentablemente, favorecen
reacciones contrarias igualmente expuestas al riesgo de la discontinuidad, como,
y sobre todo, porque frenan, de modo ideológico, el acceso sereno a los textos
del Concilio, la confrontación con la perenne Tradición y Doctrina eclesial, y
la aceptación del modo concreto con el cual ha recibido los textos conciliares fundamentales
el Magisterio sucesivo, del Siervo de Dios Pablo VI y, sobre todo, del Beato Juan
Pablo II.
Se ha hecho mucho, pero ciertamente todavía queda mucho por
hacer para la correcta recepción del Catecismo de la Iglesia Católica, y cuánto
más nos comprometamos en su recepción, tanto más esa obra coincidirá, de hecho,
con la nueva evangelización.
3. El
Catecismo de la Iglesia Católica y la nueva evangelización
En la citada homilía
para la Misa Crismal, Benedicto XVI afirmaba: «El Año de la Fe, el recuerdo de
la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una
ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva
alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente
en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente. Pero
todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente
en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la
palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el
Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos
indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de
Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de
documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de
ser aprovechados plenamente».
El mismo Papa, por tanto, reconoce la plena continuidad de Magisterio entre
los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia
Católica, invitando a la Iglesia a abrir el escriño, todavía demasiado poco
aprovechado, del tesoro más que veinteñal del Beato Papa Juan Pablo II.
Se pueden poner de relieve dos aspectos, a partir de la cita
pontificia, en la relación entre Catecismo de la Iglesia Católica y nueva evangelización.
El primero lo sacamos de las palabras mismas de Benedicto XVI, que afirma:
«Todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente
en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón».
La obra de evangelización, pues, no es apenas un “quehacer” humano, sino
que necesita, invenciblemente, una ayuda sobrenatural, la cual se manifiesta a través
de las causas segundas (entre ellas también el Catecismo) que hacen capaces de
transmitir rectamente la fe. Esta transmisión debe tener lugar “en el presente”,
es decir, en el hoy de la vida diaria y, en ese sentido, la evangelización siempre
es nueva, puesto que es un perenne renovarse, en el presente, del anuncio evangélico
y, al mismo tiempo, renueva, “hace nuevo” a quien la acepta.
Además, el Santo Padre, casi con un destello profético, afirma que todo
esto es necesario «para que mueva verdaderamente nuestro corazón», subrayando, siempre
según el principio de la coincidencia entre la propia vida y la verdad en la
que se cree, que, precisamente en el acto evangelizador, el cristiano ve como
se mueve su corazón y, por tanto, está llamado a renovarse.
A la luz de todo esto podemos esperar razonablemente que la nueva evangelización
no sea una obra que cumplir en los años futuros, con estrategias humanas más o
menos logradas, sino que, al contrario, acontecerá en la medida en que todo el
Cuerpo eclesial profese la propia fe y vuelva a ser evangelizado por su propia
profesión de fe. La nueva evangelización no será el fruto de una obra realizada
por Pastores y fieles, sino que coincidirá con el acto mismo de evangelizar, que,
en el mismo instante en que se realiza, renueva a quien lo lleva a cabo y es
una semilla de esperanza para quien lo contempla y lo acoge.
Por analogía —permitidme esta digresión relacionada con mi servicio en
la Congregación para el Clero—, podríamos afirmar que la nueva evangelización es
un poco como el ejercicio del Ministerio de parte de los sacerdotes: no es otra
cosa respecto a la propia persona, la propia identidad y la propia misión, sino
que coincide con ellas y, precisamente en el ejercicio del Ministerio, los sacerdotes
profesan su fe y ven como se renueva, convirtiéndose en fuerza evangelizadora.
El segundo aspecto —y en esto entra claramente, con todo su peso
doctrinal, el Catecismo de la Iglesia Católica— lo representa la relación entre
el anuncio de Cristo, acogido como Salvador y Redentor de la propia existencia,
y la acogida de todo lo que Él nos ha revelado de sí mismo, del Padre, de la Iglesia
y del hombre.
En otros términos, no es posible acoger a Cristo sin acoger lo que Él
nos enseñó de Dios, no es posible la nueva evangelización separada de las verdades
de fe y de la doctrina, que consiste de estas y les da luz.
En ese sentido, el conocimiento, la difusión y la progresiva penetración
del Catecismo de la Iglesia Católica en las fibras del tejido eclesial ya será
obra de nueva evangelización, puesto que no podrá evitar irradiar la propia fuerza
también en la sociedad civil, que necesita ser reevangelizada.
La misma división en cuatro partes del Catecismo de la Iglesia Católica:
la fe profesada, la fe celebrada, la fe vivida y la fe rezada,
que se mantiene fiel y propone de nuevo el esquema del Catecismo Romano ad
parrocos, elaborado después del Concilio de Trento, contiene, in nuce,
lo que se podría definir como las cuatro directrices fundamentales de la nueva evangelización.
Me parece que es posible reconocer, en las cuatro declinaciones de la fe
citadas, otros tantos caminos determinantes para la nueva evangelización. Renovar
la fe profesada significa, ciertamente, como proponen las indicaciones de
la Congregación para la Doctrina de la Fe para el Año de la Fe, encontrar ocasiones
de pública profesión, sin olvidar la profundización también cultural, que siempre
es necesaria y que, progresivamente, educa el pensamiento, el cual, desvinculándose
de las redes del mundo, inicia progresivamente, a “razonar” con una mentalidad de
fe, traduciendo en experiencia concreta las previdentes indicaciones de la Encíclica
Fides et ratio del Beato Juan Pablo II.
La fe celebrada, como indica la segunda parte del Catecismo, es
una clara invitación a un fuerte redescubrimiento del sentido de lo sagrado, en
todas nuestras comunidades, que celebran los Sacramentos. La superficialidad, y
a veces incluso la banalización de algunas celebraciones, han determinado una falta
de afecto por el rito, que, al perder su dimensión mistérica, ha perdido al
mismo tiempo su valor significante. Es un equívoco clamoroso el de quien cree que
reduciendo la dimensión sagrada y de adoración, los ritos son mayormente
comprensibles. Existe un diálogo misterioso, actuado por el Espíritu Santo, y ciertamente
no por nuestras celebraciones “animadas”, entre la fuerza de los Sacramentos celebrados,
la gracia que dan y el alma de cada fiel. En la medida en que las Iglesias
particulares y las comunidades redescubran la profunda conciencia adorante de
la fe celebrada, la nueva evangelización recibirá un vigoroso impulso, puesto
que la fe celebrada según las normas litúrgicas de la Iglesia y en la continuidad
con su ininterrumpida Tradición es lo más atractivo que pueda haber y es, en sí
misma, evangelización.
Sabemos bien que la verdad anunciada pide ir acompañada de la fuerza del
testimonio. Desde sus orígenes, el Cristianismo ha consistido en esta profunda
unidad entre la verdad anunciada y el amor vivido. La tercera parte del Catecismo,
si se comprende bien, es un gran sostén para una propuesta de fe vivida,
que tiene, en sí misma, una gran fuerza evangelizadora, puesto que, aunque sin
hablar, ejerce un invencible Magisterio. No olvidemos que, en no pocos casos en
la historia, para acallar la verdad fue necesario suprimir no sólo a quien la
proclamaba, sino también a quien la vivía. ¡Cuántos mártires, en el pasado reciente
y también en el presente, han testimoniado y testimonian la fe! La unidad inseparable
entre fe profesada, fe celebrada y fe vivida será entonces el principal factor
dinámico de la nueva evangelización. Creyendo, celebrando y viviendo de manera más
auténtica y fiel es como la Iglesia podrá renovar su fuerza evangelizadora.
Por último —y concluyo— la dimensión de la oración, que propone
el Catecismo de la Iglesia Católica, representa el eje, la linfa vital de la nueva
evangelización. Nada sucedería, por más grandes que fueran nuestros esfuerzos,
si todo no naciese de la oración y no volviera a la oración: al estar ante Dios,
como personas y como Iglesia, escuchando atentamente Su Palabra y Su Voluntad,
para la Iglesia y para el mundo.
Sólo la oración es auténtica energía reformadora y es muy difícil que
quien no reza pueda recibir, o más bien auto-atribuirse, carismas de reforma.
La medida de la auténtica reforma de la Iglesia es el espíritu de oración, al
igual que la medida de la nueva evangelización será la oración, que cada uno de
nosotros redescubrirá en la propia existencia, escuchando la voz del Señor, estando
espiritualmente unidos a los Apóstoles con Pedro, en el Cenáculo en torno a María,
Madre de la Iglesia.