Turín – Santuario de la Santísima
Virgen María La Consolata
Domingo, 15 de enero de
2012 – 11.30 horas
Santa Misa en el bicentenario
del nacimiento de
San José Cafasso
(1812 - 2012)
Homilía
del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal
Mauro Piacenza
Prefecto de la Congregación
para el Clero
[1Sam 3, 3-10.19; Sal 39; 1Cor 6, 13-15.17—20; Jn 1, 35-42]
X
«He aquí el Cordero
de Dios»; «Maestro, ¿dónde vives?»; «Venid y lo veréis»; «Hemos encontrado al
Mesías».
Estas cuatro expresiones de la extraordinaria perícopa juanea, que acabamos
de escuchar, encierran —se podría decir— toda la experiencia cristiana, en sus dimensiones
de encuentro, petición, seguimiento como discipulado y anuncio. Y no es posible
comprender la existencia de San José Cafasso, de cuyo nacimiento hoy celebramos
el bicentenario (1811 – 15 de enero de 2011), si no es a la luz de estas cuatro
dimensiones fundamentales del ser cristiano y del ser sacerdotal.
No es casualidad que recalque la palabra
“ser”, puesto que, en comunión con la ininterrumpida Tradición cristiana y la
común Doctrina eclesial, estoy íntimamente convencido de que el Sacerdocio no es
solamente una función especial que ejercen algunos cristianos, sino que es,
como lo entendía claramente Cafasso, un ser configurados a Cristo Cabeza y, por
eso, un “cambio ontológico” de quien recibe el don de la Llamada y la imposición
de las manos, con la transmisión del Espíritu.
La primera expresión, «He aquí el Cordero de Dios», encierra
la vocación permanente de la Iglesia. De nada sirven nuestras estructuras,
nuestros esfuerzos, nuestras celebraciones, sino para indicar, con fuerza, verdad,
transparencia y determinación al Cordero de Dios presente en el mundo.
No se trata de una indicación solamente
teórica, casi de una verdad repetida, pero de la cual no se hace experiencia;
al contrario, como sucedió para Juan Bautista y como sucedió para nuestro San José
Cafasso, se trata de indicar al mundo lo que es vital para nosotros. Sólo quien
hace una experiencia existencialmente significativa de Cristo, puede indicar al
Cordero de Dios a sus hermanos.
Asimismo, es necesario reconocer que,
gracias a la Ordenación sacramental, el sacerdote es, al mismo tiempo, aquel que
indica el Cordero de Dios y, en cierto modo, realiza su presencia. Por esta
razón, es más necesario que nunca que la indicación sea explícita y la transparencia
sea total, al menos como intento. No indicamos apenas algo externo, lejano a
nosotros, indicamos a Aquel que, configurándonos a Sí mismo, ha hecho de
nosotros Su Presencia y, por eso, es legítimo que los fieles esperen reconocer
“al Cordero de Dios” en quien, también en la Liturgia, proclama: «He aquí el
Cordero de Dios».
Toda la existencia de San José Cafasso,
en ese sentido, estuvo al servicio del reconocimiento de esta identidad sacerdotal,
tanto en los mismos pastores, como en el Pueblo santo de Dios. Todos los testimonios
históricos concuerdan, de manera unívoca, en indicar como el encuentro con el
santo Confesor era, para cada uno, independientemente de su condición social,
cultural e incluso espiritual, la experiencia con un hombre totalmente teo-céntrico,
que tenía su baricentro en Dios, y, por eso, era capaz de realizar, por gracia,
esa presencia de lo Sobrenatural que, para los sacerdotes, se manifiesta
primariamente en el ejercicio, heroico y cotidiano, de la cardad pastoral.
«He aquí el Cordero de Dios». ¡Cuánta
necesidad tiene la Iglesia contemporánea de sacerdotes capaces de indicar a Dios
Presente en el mundo! ¡Cuánta necesidad tenemos de hombres maduros, equilibrados,
que hayan integrado y superado sus subjetivas unilateralidades y opiniones, y sean
capaces de una adhesión plena y cordial a Cristo, a Su Evangelio, a la
ininterrumpida Tradición de la Iglesia, al Magisterio y, en una palabra, sean sacerdotes
santos!
La conciencia de Juan Bautista, que, después
de haber indicado al Cordero, afirma: «Es preciso que Él crezca y que yo
disminuya» (Jn 3, 30), debe representar
el permanente voto interior de todo sacerdote, tanto secular como religioso, puesto
que en el hecho de que Cristo crezca en nosotros está la raíz de la auténtica
Nueva Evangelización y la ayuda real, concreta, que podemos ofrecer a cada uno
de nuestros fieles laicos.
El encuentro con Cristo y con Sus testigos,
es capaz de volver a despertar en el corazón del hombre la auténtica petición
de significado, es capaz de dilatar los horizontes, que más de dos siglos de
Ilustración, con todas las consecuencias que ha producido y que llegan hasta el
umbral del pensamiento postmoderno y relativista, han ido reduciendo progresivamente.
«Maestro, ¿dónde vives?» es la segunda de las
expresiones fundamentales que hemos escuchado. Sin Juan Bautista, pronto a indicar
al Cordero de Dios, Andrés y Juan no habrían comenzado a seguir al Señor, con aquel
juicio de certeza moral, profundamente razonable, que llamamos “fe”.
Pero también la fe, para ser confirmada,
requiere la criba de la experiencia personal; requiere pasar de la necesaria acogida
del testimonio de otro a la confrontación personal con las propias exigencias
más profundas, para verificar, es decir hacer verdadera, la absoluta correspondencia
de la propuesta cristiana a las necesidades más profundas del corazón del
hombre.
Por esta razón, los santos —y, con ellos,
San José Cafasso— siempre ejercen, en la historia, una extraordinaria fascinación:
¡en su presencia nos sentimos más fácilmente llamados a la verdad de nosotros
mismos; en su presencia emerge, con mayor evidencia, la insuficiencia del
hombre y la necesidad absoluta de Dios!
Sabemos bien, queridos hermanos y hermanas,
que sin San José Cafasso no habríamos tenido a ese gigante que fue San Juan
Bosco, ni habríamos tenido al Beato José Allamano, ni a muchos otros, conocidos
o menos conocidos, que en su escuela aprendieron el significado de una vida completamente
entregada en la petición, dirigida a Cristo, de que se mostrase permanentemente
en su existencia, y de poder pertenecerle radicalmente, vivir en Él: «Maestro,
¿dónde vives?».
También es ese sentido, al ejercer el
Ministerio sacerdotal, del que Cafasso sigue siendo una “perla” ejemplar,
estamos llamados no sólo a indicar la morada que es Cristo, sino también —y
permitidme que diga sobre todo— a “ser” morada para nuestros hermanos.
En un tiempo difícil como el nuestro, en
el cual, en la raíz de la evidente crisis económica, hay una crisis más profunda
de identidad personal y social, “ser morada” significa ser referencia segura, puerto
seguro, en el cual la pequeña barca de muchos fieles, en lugar de ser
zarandeada de un lado a otro por vientos de doctrina, como recordó el entonces
Cardenal Joseph Ratzinger en la Misa pro
eligendo Romano Pontífice, encuentra un puerto de arribada seguro, una “morada”
en la caridad pastoral de santos sacerdotes, buenos confesores y directores espirituales.
Es posible ser para los demás “puerto seguro”,
sólo si, en la experiencia existencial concreta hemos podido ver qué es un puerto
(y permitidme decirlo, como genovés). Ciertamente, la nave no está hecha para
estar en el puerto, pero sin el puerto no puede navegar. Sólo quien hace una experiencia
radical de pertenencia al puerto seguro que es Cristo, y de navegación estable en
el gran navío de la Iglesia, cuyo timonel es Pedro, y nadie más fuera de Pedro,
puede indicar a los demás dónde vive el Señor y ser, a su vez, capaz de la
acogida sobrenatural típica de los santos, que tiene su fuente en Dios, y que ninguna
creatividad humana, aunque sea muy vivaz, puede realizar.
San José Cafasso fue, para sus
contemporáneos en general y para los sacerdotes de su tiempo en particular, una
morada segura, un signo concreto de fidelidad radical a Cristo, a la Iglesia y
a su doctrina y, precisamente por esto, al mismo tiempo, de una extraordinaria
capacidad de acogida, comprensión y misericordia.
«Venid y lo veréis» es la respuesta de Cristo
a la pregunta de Andrés y Juan. Estos dos verbos encierran el núcleo esencial
de la experiencia cristiana, al comienzo de la cual está el encuentro con un Acontecimiento,
una Persona (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica “Deus caritas est”, n.
1), y esto es especialmente verdadero para la existencia sacerdotal. ¿Cuál es,
queridos hermanos sacerdotes, nuestra experiencia de vivir con Jesús, ir con Él
y verle? ¿Cuán Cristo-céntrica es nuestra existencia cotidiana, en cada instante,
pensamiento, palabra, gesto, actitud? ¿Cuánto la relación con Cristo llega a
determinar los detalles de nuestra vida y cuánto, en cambio, se queda en
pensamiento abstracto, quizá repetido, pero que no incide en nuestro yo?
¡Como a Juan y Andrés, sobre todo a
través de los santos y de su existencia, Cristo repite hoy, a cada cristiano y
a cada sacerdote: «Venid y lo veréis»!
En el «venid» está incluido misteriosamente
el encuentro entre la llamada sobrenatural de Dios y la libertad humana, que escucha
la llamada y se pone en camino, diariamente, para responder a ella.
En el «veréis» se indica que la
experiencia del seguimiento hace florecer la conciencia de una correspondencia misteriosa
y profunda entre Cristo y el corazón del hombre, entre la propuesta que Cristo hace
al hombre y la necesidad profunda de verdad, justicia, libertad, belleza, amor y
felicidad, que cada uno de nosotros es.
«Veréis» no es una simple promesa, cuyo
cumplimiento se posterga a una lejana fase escatológica, sino la indicación de
una sorprendente excepcionalidad de Cristo, que impresiona y vuelve a despertar
el corazón del hombre, dilatándolo a una dimensión antes inconcebible, ¡que es
la auténtica estatura de los hijos de Dios!
La excepcionalidad de esta Presencia y
de esta experiencia y correspondencia vuelve a acontecer, a lo largo de los
siglos, en la vida concreta de los Santos: ellos son “excepcionales”, no tanto
por las obras que realizan (aunque estas son nobles e importantes), sino porque
el encuentro con ellos hace revivir, con extraordinaria evidencia y “experimentabilidad”,
aquella correspondencia que Andrés y Juan experimentaron en aquella lejana
tarde, hacia eso de las cuatro, cuando se encontraron con Jesús.
¡Esta es la grandeza de la Iglesia! Esta
es la grandeza del Cuerpo de Cristo: nosotros podemos tener un encuentro con
Él, hacer experiencia —después de dos mil años— de modo idéntico al encuentro
de Andrés y Juan, a través de quienes son de Cristo más radicalmente y más
evidentemente.
Quien ha escuchado el «venid» de Cristo
y ha «visto», es decir, ha hecho experiencia de la nueva correspondencia y, por
lo tanto, de la nueva realidad que el encuentro con el Misterio configura, necesariamente
se convierte, a su vez, en un anunciador: «Hemos
encontrado al Mesías».
San José Cafasso fue, a lo largo de
toda su vida, anunciador de Cristo, porque hacía experiencia de Cristo. El sacerdote
está llamado a esta experiencia de Cristo; todo sacerdote está llamado a este anuncio
de Cristo. Al igual que el «venid» y el «veréis» no son separables, puesto que
en ellos confluyen la llamada de Dios, la libre respuesta del hombre y la
evidencia de una extraordinaria correspondencia, tampoco anuncio y experiencia
se pueden separar nunca en la vida sacerdotal. Si anunciamos algo que no
vivimos, nuestra predicación está condenada a la esterilidad; si anunciamos un
discurso, aunque sea articulado doctrinalmente, pero que no describe lo profundo
de nuestro ser, que no parte de los latidos radicales de nuestro corazón, nuestro
anuncio no será “excepcional” para nadie. Un simple discurso nunca convierte,
sino la experiencia, irreductible a meras categorías humanas, de la correspondencia
entre vida y anuncio o, mejor todavía la experiencia de un anuncio, que es la
propia vida, y de una vida, que se convierte en anuncio.
En esta línea, hay que acoger y meditar
profundamente la insistencia del Santo Padre, durante el Año Sacerdotal y en muchas
otras intervenciones, sobre la cuestión central de la identidad de los sacerdotes.
La profunda identificación con el propio Ministerio, lejos de ser una deriva
funcionalista o “programático-pastoral”, es, en definitiva, identificación con
Cristo mismo “Cordero de Dios”, “Morada” y Presencia.
La experiencia del «Venid y lo veréis»,
para cada fiel, y especialmente para el sacerdote, no se hace sólo una vez en
la vida, sino que, misteriosamente, por una conciencia despierta y por uno
extraordinario don de la divina Misericordia, vuelve a acontecer diariamente, en
todos aquellos detalles de la realidad, en aquellas personas (o momentos de
personas) en las cuales el Misterio se muestra con mayor evidencia y de frente
a las cuales nos llama a reconocerle.
No se trata de ver a Cristo en la realidad
o en los demás, lo cual podría llevar a una reducción moralista del Cristianismo;
se trata, en cambio, de ir a fondo de la realidad: y en el fondo de la realidad
está Cristo, que pide ser reconocido.
El genio sacerdotal de San José Cafasso
tradujo el «Venid y lo veréis» evangélico en la extraordinaria experiencia del Internado
eclesiástico de San Francisco de Asís, en el cual entró en 1834 y del cual fue
Director durante toda su vida. Se convirtió más tarde en Internado eclesiástico
de La Consolata, y fue una posibilidad real, sobre todo para los sacerdotes jóvenes
que venían del campo, para —como decía San Juan Bosco— aprender «a ser los
curas». Es decir, aprender a estar con el Señor, para poder ser su rayo de Amor
misericordioso y reconocible, en el ministerio concreto de cada día.
Como recuerda con autoridad el Santo
Padre Benedicto XVI, el Internado era «una verdadera escuela de vida
sacerdotal, donde los presbíteros se formaban en la espiritualidad de san
Ignacio de Loyola y en la teología moral y pastoral del gran Obispo san Alfonso
María de Ligorio. El tipo de sacerdote que José Cafasso encontró en el
Internado y que él mismo contribuyó a reforzar […] era el del verdadero pastor
con una rica vida interior y un profundo celo en el trabajo pastoral: fiel a la
oración, comprometido en la predicación y en la catequesis, dedicado a la
celebración de la Eucaristía y al ministerio de la Confesión» (Audiencia general, 30 de junio de 2010).
Se podría decir, ¡el cura de siempre! ¡El
cura de quien, también hoy y sobre todo hoy, en la Iglesia, tenemos extremadamente
necesidad!
Señor, por intercesión de la Santísima
Virgen María Consolata y de San José Cafasso, Perla del Clero italiano, Te
pedimos, para esta Iglesia diocesana, para nuestra Italia y para la Iglesia
Universal, el don de santas y numerosas vocaciones sacerdotales, capaces,
porque configuradas a Ti, de indicar «al Cordero de Dios», de ser “morada”
para todos los hermanos, de anunciar con la propia vida: «Venid y lo veréis»,
y de proclamar, así, al mundo: «Hemos encontrado al Mesías».
Virgen santísima, Reina de los Apóstoles,
Madre y Consoladora de los sacerdotes, renueva al Clero y haz que todo el
Clero, con la propia santidad, Te pueda consolar.
¡Tú, que nos hacer pedir, concede! Amén.