LA CASTIDAD
SACERDOTAL
Cardenal Mauro
Piacenza
Me siento particularmente feliz de estar entre vosotros
el día de hoy, en la ocasión de la Jornada regional de los seminaristas
piemonteses y les agradezco por su cordial invitación. El tema que me aveis propuesto
(la castidad sacerdotal) es más que nunca actual y considero que debe
caracterizar, en modo sustancial, todo camino de formación al sacerdocio
ministerial, porque la educación de la esfera afectiva no está jamás separada,
ni es separable, de los otros ámbitos de la formación
intelectual, espiritual y pastoral. Desarrollaré mi relación en dos puntos
fundamentales y buscaré de sacar algunas conclusiones del análisis realizado.
La situación actual
Sería poco menos que imprudente abordar el importante
tema de la formación afectiva, sin considerar la verdadera y propia revolución
acaecida en la sociedad occidental y, por letal contagio, un poco en todo el
mundo, de los años setenta en adelante. El haber separado, al interno de la
sexualidad, el aspecto unitivo de aquel de la fecundidad, y haber, por tanto,
reducido uno de los actos antropológicamente más relevantes a su aspecto
meramente instintivo, ha producido consecuencias devastantes, no solo en el
aspecto moral, - que sería ya de una inaudita gravedad – sino, con el pasar de
los decenios, también sobre el aspecto psicoantropológico.
Es impensable afrontar el tema de la formación afectiva
en el seminario, sin partir de la lúcida consciencia que, aunque
independientemente de la propia voluntad, todos aquellos que han nacido después
de los años Setenta-Ochenta, han crecido en un clima cultural pansexualista e
hipererotizado, en el cual los poderes fuertes del mundo, que intentan doblegar
la libertad de los hombres hacia varios indecorosos intereses, no han ahorrado
ningún medio, incluso con mensajes subliminales, filtrados desde la más tierna
edad, hasta en algunas caricaturas, para obtener la “desestructuración” del
aspecto psicoafectivo de la persona humana, y, con eso, la sumisión del hombre
a los propios instintos.
A aquella que podríamos llamar la “revolución sexual” del
post sesenta ocho, debe ser añadida, además, a la invasión de los medios de
comunicación social, sobre todo la televisión y, más recientemente, el
Internet, los cuales han llevado a todo hogar, es más, a cada habitación y
recinto, imágenes antes vistas y que permanecen impresas, desde la más tierna
edad, en la memoria, en la fantasía y hasta en el inconsciente de las personas,
las cuales se ven obligadas a actuar de un modo difícilmente controlado y
controlable.
Si el pecado del origen ha hecho siempre particularmente
frágil la dimensión psicosexual del hombre, tales recientes cambios graves han
determinado el verdadero y propio «STRAVOLGIMENTO» , insertándose no solamente
en la esfera privada o de la tentación, sino convirtiéndose en una costumbre
difundida, hasta llegar a ser cultura compartida, al punto de hacer parecer
como “extraño” al juicio común cualquier otro tipo de comportamiento. Tal
situación, que podría, en un primer momento, aparecer como “apocalíptica”,
describe en realidad, no tanto las actitudes morales, cuanto la real situación
cultural, en la cual, también aquellos que sienten la llamada al celibato y al
sacerdocio ministerial, están profundamente inmersos y de la cual, en el fondo,
vienen.
Todavía, en tal contexto sociocultural, es
desgraciadamente necesario reconocer aquella que definiría la “pérdida de
significado” de la afectividad, en general, y de la sexualidad en particular.
Me explico. El haber artificialmente separado el aspecto unitivo del
procreativo (a la sexualidad, ndt), ha irremediablemente reducido la amplia
esfera de la afectividad al sólo ejercicio de la genitalidad, privándola de
aquel contexto de “definitividad” que le es propio y, como consecuencia, se le
ha simplemente “aligerado” la importancia y hoy, la ha decididamente
banalizado. Tal situación es constatable sobre todo en la superficialidad con
la que, no pocas veces, vienen realizados algunos actos o gestos, los cuales,
por su naturaleza propia, presupondrían una madurez y una definitividad que, en
la mayor parte de los casos, no se dan, y esto sin la más mínima turbación de
las conciencias. No es un misterio que, en algunos ambientes, algunos jóvenes
vivan un ejercicio completo de la genitalidad, con la desenvoltura con la que
uno saludaría a otro saludándose de la mano!
Se comprende con claridad que una situación cultural tal
exija un atento discernimiento de los formadores, los cuales están llamados a
distinguirse en manera neta, entre los que provienen de una formación
tradicionalmente cristiana y conscientemente comprometida, en la recta
comprensión de la afectividad y de la sexualidad, y quien, en cambio, proviene
del mundo-mundano, totalmente inmerso en él, y por lo mismo no es imaginable,
aún con la ayuda de la gracia, que improvise comportamientos radicalmente
diversos.
Tal juicio no implica necesariamente la creación de
itinerarios formativos diferenciados, ni comporta la imposibilidad de alcanzar
a aquel equilibrio estable exigido del compromiso celibatario, previo a la
sagrada Ordenación, sino ciertamente solicita una progresiva y radical
consciencia, sea de la parte del candidato, sea de la parte de los formadores,
no separada de una buena dosis de humilde realismo y de un camino serio y
comprometido, porque no se trata solamente de vencer vicios y de adquirir
virtudes, sino de combatir y vencer, en sí mismos, aquella que es una
estructura antropológica mutada por la cultura dominante y por ella
continuamente replanteada.
¡Es necesario ser verdaderamente libres! Se crea una
situación de osmosis con tal cultura dominante y, si no se está atento y
vigilante, se termina con el ser anestesiados a través de una especie de
sedante que “gota a gota” mundaniza.
Un tal contexto desorientado y desorientador no tiene
consecuencias solamente en la esfera psicosexual, sino repercute en el ámbito
total de las personas. Crecer en un contexto híper erotizado en el cual, casi
inconscientemente, se respira una sexualidad desordenada, tiene consecuencias
también en el actuar cotidiano de las personas y en su modo de relacionarse.
El verdadero drama, además, en este contexto está
constituido por el hecho hasta los mismos sujetos, víctimas, conscientes o no
de la deriva psicoafectiva, viven en una radical insatisfacción, determinada
únicamente por la atonía entre aquello por lo cual el hombre ha sido creado,
con el consiguiente profundo significado de su propia afectividad, y cuanto él
vive actualmente.
El corazón del hombre está hecho para la definitividad.
Cualquiera que sea la vocación, virginal o esponsal, a la que Dios llama, es
únicamente la definitividad a determinar la real contentamiento. Imagen y
semejanza de Dios, Amor infinito, el hombre advierte entre las propias
necesidades elementales, aquella de la verdad, de la libertad, de la belleza,
de la justicia, del amor y, como síntesis de todo, -hoy tan poco comprendido,
aunque si buscada y a veces pretendida- ¡la felicidad! Cada uno percibe cómo la
satisfacción de cada una de estas necesidades necesita, es más exige, la
totalidad. Ninguno aceptaría, serenamente y supinamente, de ser “un poco”
pleno, sea experimentalmente sea cronológicamente hablando; tal plenitud es
aquello que en el lenguaje compartido se describe con el término “definitividad”.
La Escritura nos enseña a resistir “firmes en la fe” a aquel que “como león
rugiente busca a quien devorar” (1Pe
5,8-9), también cuando esa experiencia fuese la de nuestro “hombre viejo”. La
fragilidad, a veces extrema, de las uniones matrimoniales y la incapacidad de
tantos jóvenes para asumir decisiones definitivas, no tienen raíces diversas de
la dificultad a vivir una afectividad ordenada y a madurar la acogida serena de
la vocación virginal. Si, en todas las épocas, ha sido complejo vivir la perfecta
continencia por el “Reino de los Cielos” y el consiguiente celibato, a causa de
la fragilidad de la naturaleza humana, paradoxalmente, en nuestra época,
aparece particularmente arduo, porque la red de comunicaciones sociales
transmite un pansexualismo violento, capaz de distorsionar la percepción misma
de la esfera afectiva, sexual y relacional.
La formación
afectiva al sagrado celibato
¿Cómo imaginar un camino formativo eficaz para los
candidatos al sacerdocio que provengan de un tal contexto cultural? ¿De dónde
iniciar o hacia dónde andar para evitar, por cuanto sea humanamente posible,
errores que podrían demostrarse dramáticamente fatales para el futuro
sacerdote? Después de una premisa de método, articularé este segundo punto de
la conferencia, que es el central del tema que me ha sido asignado, en tres
puntos menores, dinámicamente integrados entre ellos, pero que por eficacia
didáctica, prefiero distinguir para después mostrar la íntima interrelación.
Examinaremos sucesivamente las dimensiones: 1. de la purificación de la
memoria, 2. de la educación del presente afectivo y, finalmente, 3. de la
espera orante del don del sacerdocio y de la relativa gracia de estado que de
él procede, tan esencial para vivir el sacro celibato. Lo dicho hasta aquí, si
todavía fuera necesario, nos recuerda la importancia de la formación afectiva y
la radical seriedad con la cual debe ser afrontada.
No es tolerable que, durante el tiempo de formación, se
censure o se afronte sólo tangencialmente y superficialmente la cuestión
afectiva. En el más riguroso respeto de la necesaria y canónicamente reconocida
distinción entre el fuero interno y el fuero externo, es necesario que la
dimensión afectiva sea expuesta explícitamente a los superiores del seminario y
en el caso en que esto no suceda espontáneamente, sean ellos a cuestionar el
tema. Ciertamente esto implica que ellos sean personas afectivamente maduras,
reconciliadas consigo mismas y con la propia dimensión psicoafectiva, no
frustradas, y por lo mismo, al menos no tendientes a proyectarse sobre los
demás los propios problemas irresueltos. Es necesario que hayan integrado los
propios eventuales problemas psicoafectivos para poder acompañar a los demás en
este camino de maduración. Por tanto, es necesario que la elección de los
formadores sea particularmente ponderada y tenga en consideración, no sólo las
competencias teológicas y pastorales, sino además, y a los mejor sobre todo, de
la madurez psicoafectiva y del equilibrio armónico general de la persona.
Aún en el reconocimiento de la indispensable dimensión de
la responsabilidad personal en el desarrollo formativo, es siempre necesario mantener clara la
distinción entre educadores y educandos, entre aquellos a los cuales ha sido
asignado por el Obispo de ocuparse de la formación de los futuros
sacerdotes y los candidatos a la ordenación. Cualquier equívoco en tal
ámbito sería portador de graves consecuencias, sin contar la ineficacia de la
misma acción educativa.
La purificación de
la memoria
Mencioné antes cuánto es indispensable distinguir, entre
los candidatos, aquellos que provienen de una formación motivadamente cristiana
y, por tanto, han sido presumiblemente educados en el auténtico significado de
la afectividad humana, y aquellos que, totalmente inmersos en el mundo y en sus costumbres
afectivo-sexuales, se han convertido, han sido llamados y han tocado a las
puertas del seminario.
Para ambos es necesario recorrer un auténtico e integral
camino de purificación de la memoria, sea del punto de vista espiritual, sea
del punto de vista moral o psicológico.
No es posible
purificar la memoria, sin “hacer
memoria”. Evitando el riesgo de permanecer
atascados en los pantanos del recuerdo y de las consecuentes reacciones
sensibles, es necesario al menos en el fuero interno, una “desarmada” narración
de la propia historia afectiva, para presentarla a Dios, en su belleza y en su
problemática, en sus frutos y en sus caídas, en sus errores esporádicos y
accidentales o en sus límites estructurales y reiterativos. “Hacer memoria”
significa favorecer aquel sano realismo, ¡sin el cual es simplemente
imposible cualquier camino auténtico de
sanación! “Hacer memoria” significa permitir al menos al superior del fuero
interno –el director espiritual-, conocer realmente la historia personal del
candidato, de recoger el mayor número de elementos de su camino vocacional,
para poder establecer un camino formativo verdaderamente eficaz, o sea, capaz
de acompañar a una suficiente integración de la dimensión afectiva y a una presumible
fidelidad al compromiso celibatario.
Queridos amigos, más que callar aspectos fundamentales y
relevantes de las propias experiencias afectivas, es mejor hablar con alguno,
aunque sea fuera del seminario, con los así llamados “sacerdotes externos” o
con un sacerdote de confianza, los cuales, si es necesario, puedan ayudar
progresivamente a proponer el tema de la afectividad, y si fuera oportuno
explicitarlo, allí donde el haber callado algunos elementos esenciales, se
llega a corromper la misma rectitud de intención.
La purificación de la memoria que tiene una fase
inicial y fundamental en el tiempo de
formación seminarística, pero que dura por la entera vida terrena, exige, y en
cierto modo implica, una radical humildad. San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales es maestro en el
arte del discernimiento de espíritus, íntimamente ligado a la purificación de
la memoria. Cada uno puede hacer experiencia de cómo la fragilidad de nuestra
naturaleza humana y el límite de la memoria pueden permitir, y a veces en modo
obstinado, la persistencia de imágenes y de recuerdos que, aún sometidos al
“Poder de las llaves” y de la divina Misericordia, y por lo mismo destruidos
por Dios, continúan sus insidias y algunas veces a llegan a asediar la vida espiritual.
La cultura contemporánea tiende a “atiborrar” a los
jóvenes con imágenes y, por tanto, de “recuerdos” un tiempo inimaginables. Es
suficiente pasear por las calles de cualquier ciudad, para ser sometidos a un
verdadero linchamiento de imágenes, para no hablar de la televisión y, aún más,
de Internet.
De la experiencia del estudio de las tristes causas de
exoneración de los compromisos de la ordenación o dispensa de votos, me parece
poder resaltar que con el mal uso de media hora en Internet, se puede ver
aquello que, en el pasado, ¡ni siquiera en una entera existencia era posible
encontrar!
Si los candidatos al sacerdocio provienen de este tipo de
experiencia, es indispensable que ellos mismos elijan y sean ayudados a
realizar un corte radical, pero que es indispensable, aún sólo para imaginar la
posibilidad de una fidelidad al compromiso celibatario.
Todos los recuerdos no purificados durante los años de
formación y los malos hábitos no
superados, regresan al campo de juego,
determinando serios problemas de equilibrio psicoafectivo y, a veces,
dolorosísimas situaciones espirituales, morales y psicológicas.
La purificación de la memoria podría aparecer como una
“misión imposible” pero nosotros sabemos, queridos amigos, que ¡nada es
imposible para Dios! En tal sentido, la obra esencial de tal purificación,
realizada y firmemente buscada por la inteligencia, por la libertad y la
voluntad humanas, es perfeccionada por la gracia sobrenatural, que llega a
nosotros a través de una intensa vida espiritual y sacramental. ¡Aquello que
podría parecer imposible a nuestros ojos, es posible por la intervención
constante y eficaz de Dios, el cual, si es capaz de “sacar hijos de Abraham de
las piedras”, puede plasmar hombres equilibrados, íntegros, reconciliados con
la memoria del propio pasado y castos, también en este tiempo, tan desorientado
y desorientador del punto de vista psicoafectivo!
Educación del
presente afectivo
La Exhortación apostólica “Pastores dabo vobis” en el
número 44, afirma: “Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es
auténtico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los
impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez
afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla
en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y
respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres”. Con un
lenguaje extraordinariamente realista, y, por algunos detalles “nuevo” a los
documentos pontificios, el beato Juan Pablo II nos ha entregado un pilar de la
formación afectiva al celibato. Las inclinaciones de la afectividad y las
pulsiones del instinto no vienen canceladas o modificadas por el carisma del
celibato, el cual –como afirma el texto- ¡los deja intactos! Es por tanto
necesario educar el propio presente afectivo, sea en la dimensión de las
inclinaciones, sea en aquella de las pulsiones, porque no suceda de imaginar un
futuro sacerdote que, bajo el aspecto psicoafectivo-sexual, sea radicalmente
diferente del propio presente seminarístico.
Es necesario comprender cómo el importantísimo tiempo del
seminario sea dado también para trabajar sobre el propio equilibrio
psicoafectivo, para integrar las propias inclinaciones y pulsiones y para escoger y “afilar” aquellas
armas esenciales para la lucha, que
dura toda la vida. La conciencia que el carisma del celibato es un don
sobrenatural del Espíritu, impone que, en la formación del celibato, se
reconozca el primado absoluto de la gracia.
Si es necesario reconocer y utilizar prudentemente los
avances de las ciencias humanas, en particular de la psicología, a condición de
que tengan una concepción antropológica netamente cristiana, es preciso admitir
no pocos errores cometidos en ese ámbito en los decenios pasados. Se pensó de
poder delegar a la ciencia humana aquello que, en cambio, era competencia de
los formadores, esenciales mediadores de la acción misteriosa y sobrenatural de
Dios; se pensó que la psicología podía ser la panacea de “todos” los males para
“todos” los candidatos al sacerdocio, imponiendo, sin ningún discernimiento
previo, indiscriminadamente a todos, de hacer uso de ella, sin la obligatoria
distinción entre la así llamada “neurosis fisiológica” –que todos tenemos- y
aquellas patológicas, que requieren una intervención de carácter clínico; se
creyó que era posible interiorizar los
valores evangélicos, incluso el del celibato, no gracias a un encuentro personal, fascinante y
vivificador con Cristo –come es obvio-, sino a través de varios procesos de
desestructuración de la personalidad y presuntas, mal logradas
reestructuraciones, inclusive de los supuestos valores antes mencionados…
La causa de dispensa de los compromisos derivados de la
sagrada ordenación, incluso el celibato, documentan estos trágicos errores en
el abuso o en el uso errado de las ciencias humanas, en la formación al
sacerdocio ministerial. Si son usados con los debidos criterios y allí donde se
manifiesta útil, entonces tales ciencias humanas resultan adecuadas.
El don del carisma celibatario florece, viene
progresivamente acogido y madurado, hasta definir la misma personalidad
psicológica del sacerdote únicamente en la relación íntima,
prolongada, real e interpersonal con Jesús de Nazaret, ¡Señor y Cristo! Sólo la
intimidad orante con el Señor, la progresiva asimilación de su vida, de sus
palabras, de sus pensamientos –“Tened entre vosotros los mismos sentimientos de
Cristo Jesús” (Fil 2,5)- permite acoger y vivir el celibato, no como un
elemento extraño a la propia persona, que debe ser penosamente soportado, sino
como una redefinición de sí mismo, que nace del encuentro con Cristo y del
cambio y de la vida nueva, que tal encuentro genera.
El celibato es, por excelencia, aquel nuevo
horizonte que tal vez jamás habíamos imaginado y que el encuentro con Cristo ha
radicalmente manifestado.
Además, -todos lo experimentamos- a la vocación
sacerdotal corresponde, misteriosamente pero realmente, un extraordinario
florecimiento de lo humano. ¿Qué cosa
sería de nuestra humanidad sin Cristo, sin la vocación que él nos ha
donado? Junto a la llamada al sacerdocio ministerial, el Señor permite un
florecimiento de nuestra humanidad, su purificación, una inesperada y
extraordinaria dilatación, para que ella sea progresivamente capaz de acoger,
en modo definitivo, un carisma tan extraordinario y vivirlo como testimonio
supremo a Cristo, en la cotidianeidad de la existencia ministerial.
El mundo –también en el dramático tiempo de los
escándalos, vergonzosos y contra los cuales es necesario actuar con todas
nuestras fuerzas, sea del punto de vista de la formación, que bajo el perfil de
la penitencia y oración reparadora, como también y seriamente bajo el aspecto
disciplinar y penal- no ataca nuestra actuación social, ni nuestras obras de
caridad; no puede tolerar el testimonio de la castidad por el Reino de los
Cielos y la consiguiente acción educativa, que de ella brota.
Si la vida monástica ha sido siempre fascinante,
cuando es realmente tal, no olvidemos jamás, queridos amigos, que,
paradójicamente, el testimonio de un sacerdote secular, o sea, inmerso en su
tiempo y en su sociedad, en ciertos aspectos puede ser más impactante. Nosotros
no somos monjes separados del mundo, a los cuales contemplar con mirada
sentimentalista, somos hombres plenamente insertos en nuestro tiempo, “en” el
mundo, pero no “del” mundo, y testificamos, con nuestra opción celibataria, que
Dios existe, que llama así a los hombres, que puede dar significado a la
existencia entera y que vale la pena gastar, por Él, nuestra vida.
La intimidad divina, condición imprescindible en la
formación celibataria, se cultiva sobre todo con la oración, en la cual debemos
estar totalmente inmersos; “Conversatio nostra in Coelis est”; diversamente en
la tierra nos agitamos ¡pero no realizamos nada! Formarse en una radical
fidelidad a la Santa Misa diaria, al Oficio divino, a la adoración eucarística,
a la oración mental cotidiana, al rezo del santo Rosario, que cotidianamente
encomienda a María el propio sacerdocio es el “coeficiente mínimo” para poder
aún sólo esperar en vivir el celibato.
Un sacerdote que no ora, que no advierta la urgencia de la celebración
diaria de la Eucaristía, superando las infundadas teorías del “ayuno eucarístico”
y los escandalosos “días libres” en los cuales aparentemente se libera también
de la relación con Cristo –¡que cosa más triste que un sacerdote se libere de
Cristo!-, difícilmente podrá vivir serenamente y eficazmente el propio
celibato. En el tiempo del seminario es necesario formarse en estas dimensiones
indispensables de la vida sacerdotal, suplicando a la gracia sobrenatural que
ellas no sean sólo hábitos buenos y virtuosos, sino que se conviertan en una
auténtica estructura psico-antropológico-espiritual, en la cual la misma
identidad personal es definida.
El sacerdote no sólo celebra la santa Misa, sino que
ella se identifica porque progresivamente, pero realmente, la santa Misa se
convierte en su vida, y ¡él “es” la santa Misa que celebra! En esta dimensión
claramente sobrenatural, a la cual uno se educa y viene educado, cada
pensamiento, cada palabra, y, obviamente, discordancia con la grandeza de la
propia vocación, deben ser evitados, ciertamente, por su valor pecaminoso, pero
también –y diría sobretodo- por la infelicidad que generan en su total
inadecuación con la verdad, sea del sacerdocio, sea de las acciones
ministeriales el sacerdote realiza.
Las ciencias humanas pueden constituir una ayuda
válida para conocer, al menos a grades rasgos, las dinámicas fundamentales de
la psique y de la afectividad, pero el mejor de los psicólogos puede indicar
cuáles son los problemas que existen, puede ofrecer una ayuda verdaderamente
preciosa, pero ciertamente no puede resolverlos. ¡Sólo Cristo salva en
plenitud!
Todavía, dos elementos me parecen esenciales en la
formación del propio presente afectivo: la relación con el mundo y el papel de
la formación intelectual.
En la relación con el mundo –ya ampliamente descrito
en el primer punto de la presente relación-, aparece con una evidencia
preocupante cómo, demasiado frecuentemente, en la formación seminaristica se
verifican con impresionante ingenuidad.
Si en los años Cinquenta-Sesenta era para algunos, necesario abrirse al
mundo o, por lo menos, mostrar nuevamente, en modo comprensible el mundo, toda
la belleza del cristianismo, hoy estamos inmersos en el peligro opuesto: el de
estar totalmente sumergidos en el mundo.
Considero que, en las actuales circunstancias, sea
simplemente imposible recorrer un camino serio y comprometido de formación a la
perfecta castidad por el Reino de los Cielos, si no se es capaz de vivir el
corte radical con el mundo, que es, sobretodo y ante todo, un tajo con su
mentalidad. Por lo demás, sólo así se puede servir a la sociedad. ¿Puede un
seminarista tener los mismos e idénticos hábitos de cuándo era un animador
parroquial o un joven universitario en el mundo? ¿Puede, en aquellas fugas en
las que se convierten los tirocinios pastorales, frecuentar los mismos lugares,
con las mismas actitudes?
No se trata aquí, queridos amigos, de esclerotizarse
en comportamientos ridículos o incapaces de auténticas relaciones
interpersonales; se trata simplemente de huir las ocasiones próximas de pecado
y de no exponer sistemática y reiteradamente la propia psique, la propia
emotividad y el propio cuerpo a situaciones que, inevitablemente, hacen todavía
más difícil la perfecta continencia por el Reino de los Cielos.
El último aspecto tiene que ver con la importancia
de la formación teológica, también en el camino de educación al celibato sacerdotal. Una sana cristología, fiel
al dato escriturístico, a la Tradición, al Magisterio ininterrumpido, debe
poner bajo la luz la realidad extraordinaria de la humanidad de Jesucristo y de
la belleza de ser configurados con Él, y por tanto, también a Su humanidad
perfectamente casta, con la ordenación sacerdotal. Una eclesiología que no
quiera traicionar la verdad, no puede reducir a los sacerdotes a “funcionarios
de Dios!, sino debe reconocer, al interno de un contexto sobre todo sobrenatural,
el misterioso y necesario deber distinto, esencialmente y no solo de grado, del
sacerdocio bautismal y en relación a la promoción de este.
Estoy profundamente persuadido que una cierta
fragilidad teológica, difundida en no pocos ambientes académicos, tenga grave
responsabilidad, también en lo que respecta a las vocaciones sacerdotales, las
cuales, sin adecuadas razones –como es lógico- no soportan el impacto
violento y persistente con el mundo.
Y concluyo
esta profundización sobre la educación del presente afectivo, subrayando una
vez más el primado absoluto e incontrovertible de la gracia en la formación al
celibato. Contemplemos la Misericordia, comprendida, celebrada en el sacramento
de la Reconciliación y continuamente invocada. Ella es la primera medicina para
sanar de los límites de la concupiscencia y vivir, en modo progresivamente
siempre más perfecto, aquella continencia por el Reino de los Cielos, tan
estrechamente ligada al ministerio presbiteral, tanto que induce a la Iglesia a
escoger a sus sacerdotes sólo entre aquellos que han recibido dicho carisma.
Aquello que aparece imposible a las
solas fuerzas humanas, es experimentalmente posible por la gracia, en la cual,
continuamente y sin límites, es necesario confiar.
La espera orante
del don del sacerdocio
La comunidad del seminario tiene su modelo supremo
en el Cenáculo de Jerusalén, en el cual los apóstoles, realizada la experiencia
de Jesús Resucitado y abrazados en torno a Èl, viven en espera orante del don
del Espíritu, que los hace capaces de hablar lenguas nuevas, de anunciar
eficazmente el Reino, de sanar con la potestad sacramental y de realizar
cualquier otro acto del ministerio auténtico, entonces el seminario vive, se
nutre, camina y crece como verdadero y propio Cenáculo. Como en el Cenáculo,
todos los apóstoles han hecho la experiencia de la relación personal con Jesús
y lo han visto resucitado, así cada seminario debe ser una comunidad de hombres
que han encontrado a Jesucristo y cuya vida ha sido transformada por ese encuentro;
hombres que han hecho la experiencia del Resucitado, que viven la Iglesia como
un pueblo elegido por Dios y como su verdadero Cuerpo, que hoy camina en el
tiempo y en la historia.
Aquel gigante de santidad y también de sabiduría
humana que fu san Benito, en su Regla,
invita, sin duda alguna, de alejar del monasterio a cualquiera que entrase por
razones diversas que la búsqueda de Dios. Creo que la misma claridad y firmeza
deba ser utilizada en el discernimiento sobre el ingreso y la continuación en
la comunidad del Cenáculo que es el seminario.
Todos los límites pueden ser sufridos soportados y
sobrellevados por la comunidad del seminario que es, por naturaleza propia, una
comunidad formativa y de transición –ni siquiera los apóstoles permanecieron
toda la vida en el Cenáculo-, pero la falta de recta intención y el permanecer
en el seminario por razones diversas de aquella que es buscar y servir a Dios y
su a Iglesia no puede ser tolerada, porque impide cualquier camino auténtico de
conversión y real formación. La comunidad del Cenáculo, y por tanto el
seminario, es una comunidad orante. ¡El sacerdote es y debe ser un hombre de
oración! Una comunidad seminarística que no tuviera su centro en la dimensión
de la oración, muy difícilmente lograría asumir su propio deber.
La oración no es una interrupción de las cosas que
se deben hacer, sino al contrario, se interrumpen a veces la oración para
realizar cosas, y también en las otras obras
es necesario custodiar un espíritu orante. La reforma del clero, tan
deseada por varias vertientes, no podrá sino ser fruto de un redescubrimiento
radical de la dimensión sobrenatural del ministerio y del consiguiente primado
de la relación orante con Dios. Primado que, en la misma oración oficial del
seminario, debe transparentarse claramente: la fidelidad a la liturgia, así
como la Iglesia determina que sea celebrada, por el cuidado de cada gesto, de
cada postura. En esto no pueden haber formulismos. La justa forma, además, ayuda a la custodia y a la transmisión de
la sustancia.
Junto a la oración de la Iglesia, constituida no
sólo de la santa Misa y del Oficio divino, sino también de la Adoración
eucarística, del santo Rosario y de cada acto de piedad, que sostenga y
alimente la fe, la comunidad del seminario está llamada a educar a los futuros
sacerdotes también en la oración personal, el silencio, a la meditación y a los
espacios de real intimidad divina.
Tratándose de una “educación”, ella no puede dejarse
únicamente a la responsabilidad o a la
creatividad personal, sino que deben ser propuestos algunos momentos de
silencio y Adoración eucarística que, aún conservando el carácter opcional, en
orden a la adhesión, son sistemáticamente integrados en el camino diario o
semanal. Mi experiencia personal es que la inserción de una hora de Adoración
eucarística cotidiana en el camino formativo, tiene efectos extraordinarios en
la formación de los seminaristas, crea una costumbre con el Señor que, en el
tiempo del ministerio, sostiene y ayuda
a advertir la nostalgia del “estar con Jesús”, empujando la libertad a
buscar constantemente esos momentos.
La espera orante del don del sacerdocio orienta,
además, toda la oración. No se ora independientemente de la vocación recibida,
sino, partiendo de esa, se pone delante del Señor casi pregustando las dulzuras
del ministerio. Pregustando la celebración de la Santa Misa, la administración
de la Divina Misericordia, pregustando la intimidad divina que, con la
ordenación sacerdotal, se convierte en ontológica y a la cual estáis llamados a
prepararos interiormente. Del punto de
vista humano nada se improvisa y del punto de vista divino nada se anticipa. En
este sentido, deben de ser superados los temores, también con fecha de los años
setenta, de excesiva “proximidad” a las cosas de Dios. Es necesario
despertarse, ¡la historia camina hacia delante! Si hoy existe un auténtico
problema, de tener siempre en consideración, es el de la fragilidad y de la
identidad sacerdotal que, también causado por no pocas fluctuaciones teológicas,
no es suficientemente delineado y, sobre todo, sólo raramente coincide con la
misma identidad psicológica del candidato.
San Juan María Vianney, modelo de los sacerdotes,
que hemos podido conocer mejor gracias al Año Sacerdotal, es ejemplar
precisamente por la total identificación con el propio ministerio. Condición de
la eficacia apostólica, pero también de la paz interior, de la serenidad y,
sobre todo, del sentido de plena realización del sacerdote, al servicio de
Dios, de la Iglesia y de los hombres.
Conclusiones
Al finalizar este largo recorrido, podemos
entresacar algunas conclusiones que, aunque no son definitivas, pueden orientar
el recorrido de la formación afectiva durante el tiempo del seminario. Por
sencillez y claridad, las enumeraré:
1. La memoria de las propias vivencias
psicoafectivas y sexuales constituye un elemento fundamental de un camino que
quiera ser realmente fructuoso, sobre todo
en la conciencia vigilante y constructivamente crítica de la situación
cultural contemporánea, en la cual la mudanza de la objetividad del conocimiento al más arbitrario
subjetivismo, con el relativismo que se desprende y que está al orden del día.
2. En la formación afectiva es necesario reconocer
el primado absoluto de la Gracia, sin la cual no es siquiera posible imaginar
una vida realmente casta. Tal primado se reconoce y se vive en el primado de la
dimensión espiritual, hecho de oración y de vida sacramental, y en la
progresiva delineación, también psicológica, de l personalidad presbiteral.
3. Es necesario que la comunidad del seminario
encuentre el justo equilibrio entre el
anhelo misionero, que no lo debe transformar en una comunidad centrífuga, y el
ser, como el Cenáculo de Jerusalén, abrazada alrededor de Jesús, con María en
la espera del don del Espíritu para la misión, pero jamás cerrada en sí misma.
4. La identificación, ya desde el tiempo del
seminario, con el ministerio que, a su
tiempo, será confiado, favorece la justa orientación de la formación afectiva.
A diferencia de las épocas precedentes, hoy el seminarista es la figura
jurídicamente más frágil al interno de
la vida eclesial, porque no es clérigo
sino hasta el diaconado –por una justa salvaguarda de su libertad-, aún
viviendo todos los deberes
disciplinares y de obediencia propios del estado clerical. Tal debilidad
jurídica no debe determina una situación de incertidumbre, como si el ser
seminarista no coincidiera ya, en modo perspectivo, con un determinado estado
de vida, comprometido, por lo menos a
dar testimonio de Cristo con el esfuerzo de formación ofrecido con la propia vida, en la perfecta
continencia por el Reino de los Cielos.
5. La formación teológica tiene un papel fundamental
también en la formación afectiva. Debe evitar el extraviarse entre las
opiniones de varios teólogos, permaneciendo fiel a cuanto es solicitado por la Sapientia Cristiana, en la cual se
indica el estudio de la Sagrada Escritura, de la Tradición milenaria de la
Iglesia y del ininterrumpido Magisterio, como el esqueleto irrenunciable del ciclo
institucional. Evitar el relativismo
teológico y proponer la doctrina cierta contribuye en modo determinante a la
configuración de una estable personalidad sacerdotal y, con ella, a una
motivada formación afectiva.
También la correcta hermenéutica de los textos del
Concilio Vaticano II, según la reforma de la continuidad, indicada
repetidamente sea por el beato Juan Pablo II, sea por el Santo Padre Benedicto
XVI, es un factor indispensable para el crecimiento eclesial sereno y
auténtico, capaz de superar, eliminando al nacer, los motivos de las
contraposiciones (del todo mundanas y políticas) entre “innovadores” y
“conservadores”, que tanta contaminación han llevado al cuerpo de la Iglesia.
6. ¡El seminarista de hoy será el sacerdote de
mañana! Si es verdad que, del día de la ordenación sacerdotal en adelante, se
aprende a ser y a vivir como sacerdote, es también verdad que, sobre todo del
punto de vista de la formación
afectiva, nada puede ser improvisado. Es más prudente, y moralmente exigible por
sí mismo, esperar algún tempo antes de solicitar la admisión a la ordenación
sacerdotal, antes que atentar a ella, sin haber resuelto las cuestiones
fundamentales de la propia afectividad. En este campo, como en aquello
doctrinal, es preciso una probada maduración y no una simple ausencia de
impedimentos.
Encomiendo a la Santísima Virgen María, tierna Madre
de los sacerdotes, estas reflexiones, en la segura esperanza que, mirándola a
Ella, ejemplo sublime de afectividad reconciliada, capaz del más auténtico,
profundo y fecundo amor, en la perfecta castidad, podamos caminar en la
espléndida vía del sacerdocio, que nos hace, a título del todo especial, sus
hijos.