Encuentro con los Seminaristas
Los Ángeles – 4 de octubre de 2011
Intervención del Cardenal Mauro Piacenza
Prefecto de la Congregación para el Clero
Venerado Hermano en el Episcopado,
Queridos Formadores,
Muy queridos Seminaristas:
Es
para mí motivo de profunda alegría poder encontraros en esta breve estancia
Norteamericana.
El
futuro de la Iglesia, que es cierto, porque está en las manos de su Cabeza y
Señor, que es Cristo, pulsa en vuestras existencias. Los seminaristas de hoy,
Sacerdotes de mañana, son la esperanza viva del camino que la Iglesia siempre
realiza en el mundo. Gracias de corazón, en nombre de la Iglesia, por el
vuestro sí ¡tan generoso! Sabed desde ahora, que el Prefecto de la Congregación
para el Clero reza por vosotros, para que el vuestro sí al Señor sea total e
incondicionado.
Esto
es el secreto de la felicidad, el secreto de la plena realización de la vida
Sacerdotal: donar todo, sin conservar nada para uno mismo, ¡siguiendo el
ejemplo de Jesús!
No
pretendo en este encuentro proponeros una conferencia, sino, sencillamente, un
coloquio informal, concediendo espacio a vuestras eventuales preguntas
espontáneas. A vuestras preguntas antepongo algunas breves reflexiones sobre lo
que juzgo fundamental hoy, y siempre, en la formación sacerdotal.
1. Il
primado de Dios
Es
algo adquirido por la experiencia eclesial, que las vocaciones nacen, florecen,
se desarrollan y llegan a madurez sólo donde se reconoce claramente el primado
de Dios. Cualquier otra motivación, que también puede acompañar el inicio de la
percepción de una llamada al sacerdocio, confluye en el movimiento de total
donación al Señor y en el reconocimiento de su primado en nuestra vida, en la
vida de la Iglesia y en la del mundo.
Primado de Dios significa primado de la
oración, de la intimidad divina; primado de la vida espiritual y sacramental.
La Iglesia no tiene necesidad de gestores, ¡sino de hombres de Dios! No tiene
necesidad de sociólogos, psicólogos, antropólogos, politólogos - y todas las
demás actuaciones que conocemos y
podemos imaginar -.
La Iglesia tiene necesidad de hombres creyentes
y , por tanto, creíbles, de hombres que, acogida la llamada del Señor, ¡sean
sus motivados testigos en el mundo!
Primado de Dios significa primado de la vida
sacramental, vivida hoy y ofrecida, a su tiempo, ¡a todos nuestros hermanos!
Muchas cosas pueden encontrar los hombres en los otros; en el Sacerdote, sin
embargo, buscan lo que sólo él puede dar: la divina Misericordia, el Pan de
vida eterna, un nuevo horizonte de significado
¡que haga más humana la vida presente y posible la eterna!
Vivid, queridísimos Seminaristas, este tiempo
del seminario – que es transeunte – como la gran ocasión que se os da para
realizar una extraordinaria experiencia de intimidad con Dios.
La relación que habréis tejido con Él en estos
años, ciertamente se profundizará y cambiará durante la vida, pero los
fundamentos, el meollo de aquella relación, ¡se constituye ahora! El tiempo del
Seminario es, en dicho sentido, ¡irrepetible! No obstante cualquier buena
experiencia que pueda acaecer en nuestra vida, antes y después de este tiempo,
la sabiduría de la Iglesia indica el momento formativo comunitario como
necesario para la formación de sus Sacerdotes.
¡La Iglesia tiene necesidad de hombres fuertes!
De hombres firmes en la fe, capaces de conducir a los hermanos a una auténtica
experiencia de Dios.
La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes que,
en las tempestades de la cultura dominante, cuando “la barca de no pocos
hermanos es combatida por las olas del relativismo” (cfr. J. Ratzinger, Homilía
en la Santa Misa Eligendo Romano
Pontifice), sepan, en efectiva comunión con Pedro, tener firme el timón de
la propia existencia, de las comunidades que les han sido confiadas y de los
hermanos que piden luz y ayuda para su camino de fe.
2. Las
prioridades de la formación
Además
del primado indiscutido de Dios, es necesario que la formación humana ocupe el
puesto fundamental que le corresponde. Nadie puede esperar una humanidad
perfecta para acceder a las órdenes sagradas, pero es indispensable, con toda
honestidad, ponerse en juego, confiando a Dios, a través del Director
espiritual, todo sobre uno mismo. No cedáis a la ilusión por la que las
cuestiones no resueltas (o no debidamente afrontadas) se podrán improvisamente
resolver después de la ordenación. ¡No es así! ¡Y la experiencia lo demuestra!
La
formación humana tiene ciertamente necesidad de un justo grado de
auto-conocimiento, y en este sentido las llamadas ciencias humanas pueden
ofrecer una válida ayuda, ¡pero sobre todo tiene necesidad de “estar en
contacto” con la Santa Humanidad de Cristo!
¡Estando con Él nosotros somos plasmados
progresivamente! ¡Es Él, de verdad, formador! En este sentido, ¡la adoración
eucarística prolongada desempeña también un papel fundamental y sobre todo en
la formación humana! Dejarse “broncear” por el Sol eucarístico, significa, en
el tiempo, limar las propias aristas, aprender del humilde por excelencia,
estar en la escuela de la Caridad hecha carne.
Juntamente con la formación humana, es central
la intelectual. No cabe duda de que ésta ha ocupado, en los últimos decenios,
una importante parte de toda formación seminarista. Ahora, muy probablemente,
en este ámbito es necesario valorar atentamente las proporciones y los
equilibrios. Aunque se desea para todos una buena formación, no todos los
Sacerdotes deberán ser teólogos.
La formación intelectual debe tender a
transmitir los contenidos ciertos de la fe, argumentado razonablemente sus
fundamentos escriturísticos, los de la gran Tradición eclesial y del Magisterio
y hacerse acompañar por los ejemplos de vida
de Sacerdotes santos. No debéis desorientaros en los meandros de las diversas opiniones teológicas que no
dan certeza y ponen la Verdad revelada a la par de cualquier otro “pensamiento
humano”. Uno se forma en las certezas y tratando de tener en el propio equipaje
una visión de síntesis con el entusiasmo de la misión.
Estoy personalmente convencido de que una buena
y sólida formación teológica, que descubra también el fundamento filosófico de
la metafísica y no tema acoger toda la Verdad completa, es el mejor antídoto a
las tantas “crisis de identidad” que algunos viven, por desgracia. En este
sentido, el Santo Padre Benedicto XVI ha recordado varias veces la
imprescindible utilización del Catecismo de la Iglesia Católica como horizonte
al que mirar y como referencia cierta de nuestro actual pensamiento teológico.
El catecismo es también el gran instrumento que
el Beato Juan Pablo II donó a toda la Iglesia, para la correcta hermenéutica
del Concilio Vaticano II. También bajo este aspecto es necesario que la
formación intelectual no viva equívocos de ningún género.
Vosotros
habéis nacido en el Postconcilio (creo casi todos) y quizás, por eso sois hijos
del Concilio, en cuanto más inmunes a las polarizaciones, a veces ideológicas,
que la interpretación de aquel Acontecimiento providencial ha suscitado.
Seréis vosotros, probablemente, la primera
generación que interpretará correctamente el Concilio Vaticano II, no según el
“espíritu” del Concilio, que tanta desorientación ha traído a la Iglesia, sino
según cuanto realmente el Acontecimiento Conciliar ha dicho, en sus textos, a
la Iglesia y al mundo.
¡No existe un Concilio Vaticano II diverso del que
ha producido los textos hoy en nuestra posesión! Y en estos textos nosotros
encontramos la voluntad de Dios para su Iglesia y con ellos es necesario
confrontarse, acompañados por dos mil años de Tradición y de vida cristiana.
La
renovación es siempre necesaria a la Iglesia, porque siempre necesaria es la
conversión de sus miembros, ¡pobres pecadores! ¡Pero no existe, ni podría
existir una Iglesia pre-Conciliar y una post-Conciliar! Si fuera así, la
segunda – la nuestra – ¡sería histórica y teológicamente ilegítima!
Existe una única Iglesia de Cristo, de la que
vosotros formáis parte, que va desde Nuestro Señor hasta los Apóstoles, desde
la Bienaventurada Virgen María hasta los Padres y Doctores de la Iglesia, desde
el Medioevo hasta el Renacimiento, desde el Románico hasta el Gótico, el
Barroco, y así sucesivamente hasta nuestros días, ininterrumpidamente, sin
alguna solución de continuidad, ¡nunca!
¡Y todo porque la Iglesia es el Cuerpo de
Cristo, es la unidad de su Persona que se nos dona a nosotros, sus miembros!
Vosotros,
queridísimos Seminaristas, seréis sacerdotes de la Iglesia de San |Agustín, de
San Ambrosio, de Santo Tomás de Aquino, de San Carlos Borromeo, de San Juan
Maria Vianney, de San Juan Bosco, de San Pío X, hasta el santo Padre Pío, a San José María Escrivá y el Beato Juan
Pablo II. Seréis sacerdotes de la Iglesia que está formada por tantísimos
santos Sacerdotes que durante los siglos han hecho luminoso, bello, irradiante
y por tanto fácilmente reconocible, el rostro de Cristo, Señor, en el
mundo.
La
verdadera prioridad y la verdadera modernidad, pues, queridos míos, ¡es la
santidad! El único posible recurso para una auténtica y profunda reforma es la
santidad y ¡nosotros tenemos necesidad de reforma! ¡Para la Santidad no existe
un seminario, a no ser el de la Gracia de Nuestro Señor y de la libertad que se
abre humildemente a su acción plasmadora y renovadora!
El
Seminario de la Santidad, tiene, pues, un Rector verdaderamente magnífico y es
una mujer: la Bienaventurada Virgen María. ¡Que Ella, que durante toda la vida
nos repetirá: “Haced lo que Él os diga”, pueda acompañarnos en este arduo pero
fascinador camino!
He aquí, pues, que os he dicho parte de cuanto
deseaba deciros; lo demás os lo diré en la oración de cada día porque desde
ahora en adelante os llevaré conmigo todos los días al altar, y recordaros que
ser sacerdote en estos tiempos difíciles es bello, pero sacerdotes de verdad.
Se es feliz si no se está a medias tintas: ¡o todo o nada!