CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Asamblea Plenaria 16 – 18 de marzo de 2009

 

PALABRAS DE SALUDO Y DE INTRODUCCIÓN

DE SU EMINENCIA CARD. PREFECTO CLAUDIO HUMMES

 

 

“LA IDENTIDAD MISIONERA DEL PRESBÍTERO EN LA IGLESIA,

CUAL DIMENSIÓN INTRÍNSECA

DEL EJERCICIO DE LOS TRIA MUNERA

 

 

Señores Cardenales, venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, 

 

1. Introducción 

            Quisiera dar la más cordial bienvenida a todos los Miembros de la Congregación y, particularmente, a los que por primera vez, se unen a nosotros en esta Asamblea Plenaria, como nuevos miembros. A todos, que con no poco sacrificios, han convenido a la Ciudad Eterna, mi sincero agradecimiento. 

            Deseo con Vosotros agradecer al Señor que nos ha reunido en esta Aula, cum Petro et sub Petro, y bajo la protección del apóstol Pablo, en este Año Paulino, en aquel espíritu de comunión, de fe y de amor, que nos une en el servicio a la Iglesia, para el bien de nuestros presbiterios, diáconos y de todo el Pueblo de Dios. 

            En los últimos años, este Dicasterio ha dado una contribución no indiferente en el ámbito de sus competencias. Como no recordar el importante Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, publicado en 1994; después, en 1999, la carta circular “El presbítero maestro de la Palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad en vista del tercer milenio cristiano”; en 2002, la instrucción “El presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial” y, finalmente, en  2004, la Asamblea Plenaria ha dirigido su atención a los “organismos de colaboración en la Iglesia particular, a nivel diocesano y parroquial”, y a la “Pastoral de los Santuarios”, tratando de evidenciar, con claridad y exhaustividad, el específico fundamento teológico sacramental que está sometido a la normativa del Código y las recientes disposiciones magisteriales sobre los organismos diocesanos y aquellos parroquiales; e indicando, así, el camino para sanar y remover las inadecuadas constituciones y prácticas de funcionamiento de “organismos de participación” en la Iglesia particular - a nivel diocesano y parroquial - que son, a veces, disconformes o contrarias a la legislación universal de la Iglesia.    

            Hoy, en sintonía con el Magisterio de la Iglesia, y de modo particular con los Documentos del Concilio Vaticano II y con las recientes intervenciones del Sumo Pontífice, la Congregación propone un tema que considera de notable relevancia eclesial en estos momentos: “La identidad misionera del presbítero en la Iglesia, cual dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera”. El objetivo fundamental es evidenciar la relevancia de la identidad misionera del presbítero, en el contexto actual de la vida de la Iglesia. 

 

2. La urgencia misionera en el mundo actual 

            La Iglesia es misionera por  su naturaleza, en cuanto ella toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre (Decreto Ad gentes n. 2). Se trata de una misionariedad intrínseca, fundada últimamente en las mismas misiones trinitarias. “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16, 15). En la misma vocación del apóstol de las gentes: “Anda, porque quiero enviarte lejos, a las naciones paganas” (He 22, 21). 

En las actuales circunstancias, en el panorama mundial, se renueva la urgencia misionera, no solamente “ad gentes”, sino dentro del mismo rebaño, ya constituido como Iglesia. 

            El Papa Benedicto XVI, desde el principio de su pontificado, ha repetido constantemente el tema de las nuevas condiciones en la que se encuentra hoy la Iglesia en la sociedad post-moderna. Estamos de frente a una sociedad cuya cultura trata de rechazar a Dios y está profundamente marcada por el secularismo, el relativismo, el cientismo, el indiferentismo religioso, el agnosticismo y por un laicismo, a menudo militante y anti-religioso. Esta nueva cultura post-moderna avanza, sobre todo en los países occidentales, es dominante en los medios de comunicación, pero se expande, progresivamente, a todos los pueblos, a través de la movilidad humana y de todas las formas actuales de comunicación. 

El mismo Pontífice, hablando a los obispos alemanes, durante la Jornada Mundial de la Juventud (2005), dijo: “Sabemos que siguen progresando el secularismo y la descristianización, que crece el relativismo. Cada vez es menor el influjo de la ética y la moral católica. Bastantes personas abandonan la Iglesia o, aunque se queden, aceptan sólo una parte de la enseñanza católica, eligiendo sólo algunos aspectos del cristianismo […] vosotros mismos, queridos hermanos en el Episcopado, habéis afirmado […] “Nos hemos convertido en tierra de misión". Deberíamos reflexionar seriamente sobre el modo como podemos realizar hoy una verdadera evangelización, […] No basta que tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante; […] Creo que todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos de llevar el Evangelio al mundo actual, anunciar de nuevo a Cristo y establecer la fe,” (Disc. en la Piussaal del Seminario de Colonia, 21.8.2005). 

            Al mismo tiempo, crece la conciencia que, además de los problemas de la cultura post-moderna, se presentan, ya sea el problema del alto porcentaje de católicos que viven lejanos de la práctica religiosa, que el problema de la disminución drástica, por distintas causas, del número de quienes se declaran católicos; existe, mientras tanto, el problema del crecimiento extraordinario de las llamadas “sectas evangélicas pentecostales” y de otras sectas. 

            Frente a esta realidad, apremia acoger con generosidad la invitación hecha por el Santo Padre a una verdadera “misión”, dirigida a los que, incluso habiendo sido bautizados por nosotros, por distintas circunstancias históricas, no han sido suficientemente evangelizados por nosotros. En su discurso a los Obispos brasileros, en el 2007, el Papa dijo: “[…] Por lo tanto, es necesario emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia católica en Brasil, promoviendo una evangelización metódica y capilar en vista de una adhesión personal y comunitaria a Cristo. […] En una palabra, se requiere una misión evangelizadora que movilice todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño.” (Discurso del Santo Padre a los Obispos brasileros, el 11 de mayo de 2007, n. 3). 

 

3. La identidad misionera de los Presbíteros y los tria munera 

            El ejercicio del ministerio presbiteral  se presenta fundamental, dentro de todo el Pueblo de Dios, en el responder a las situaciones que están en contraste con el Evangelio. Al respeto, es necesario retomar, con toda su fuerza, los fundamentos de la verdadera identidad misionera de los Presbíteros, en vista de la superación de los problemas que aflige la humanidad y que se refleja en la vida de la Iglesia. 

            El Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, desarrolla esta verdad cuando se refiere, en los n. 4-6, respectivamente a los presbíteros ministros de la Palabra de Dios, ministros de la santificación, con los sacramentos y la Eucaristía, guías y educadores del pueblo de Dios. Son los “tria munera” del presbítero.  

            La identidad misionera del presbítero, si bien no es el objetivo explícito, está claramente presente en estos textos. El sacerdote, “enviado”, que participa de la misión de Cristo, enviado por el Padre, se encuentra involucrado en una dinámica misionera, sin la cual no podría vivir verdaderamente la propia identidad (Cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 26). 

            En la Exhortación Apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis se afirma que, si bien inserto en una Iglesia particular, el presbítero, en virtud de su ordenación, ha recibido un don espiritual que lo prepara a una misión universal, hasta los confines de la tierra, (Cf. He 1,8) porque “cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles” (PDV 32).  

            Si hablamos de misión, debemos tener presente, necesariamente, que el enviado, el presbítero en este caso, se encuentra en relación ya sea con quien lo envía que con aquellos a los cuales es enviado. Examinando su relación con Cristo, el primer enviado por el Padre, hace falta subrayar el hecho que, según los textos del Nuevo Testamento, es el mismo Cristo quien envía y constituye los ministros de su Iglesia, ellos no pueden ser considerados sencillamente electos o delegados de la comunidad o del pueblo sacerdotal. “El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote.” (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 12). 

             

4. el presbítero y la exigencia de una nueva praxis misionera 

            En esta relación con Cristo, la primera verdad que viene a la luz es la importancia de una profunda identificación e intimidad con Quien consagra el presbítero y lo envía. En efecto, el ser misionero solicita el ser discípulo. El texto de San Marcos afirma: “[Jesús] subió a la montaña y llamó a su lado a los que quiso. Ellos fueron hacia él, y Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 13-15). “llamó a su lado a los que quiso” para “que estuvieran con él”, ¡este es el discipulado! Estos discípulos serán enviados a predicar y a echar los demonios. ¡Estos son los misioneros! 

            En el itinerario del discipulado, todo inicia con la llamada del Señor. La iniciativa siempre es Suya. Eso indica que la llamada es una gracia, que tiene que ser libremente y humildemente acogida y custodiada, con la ayuda del Espíritu Santo. Dios nos ha amado por primero. Es la primacía de la gracia. A la llamada sigue el encuentro con Jesús para escuchar su palabra y hacer la experiencia de su amor para cada uno y para toda la humanidad. Él nos ama y nos revela el verdadero Dios, uno y trino, que es amor.  

            En el Evangelio se muestra como, en este encuentro, el Espíritu de Jesús transforma a quien tiene el corazón abierto. En efecto, quien encuentra a Jesús se siente profundamente involucrado con su persona y su misión en el mundo, cree en Él, experimenta su amor, adhiere a Él, decide seguirlo incondicionalmente, dondequiera esto lo conduzca, invierte toda su vida en Él y, si es necesario, acepta de morir por Él. Sale del encuentro con un corazón alegre y entusiasta, fascinado por el misterio de Jesús, y se lanza a anunciarlo a todos. Así, el discípulo se hace semejante al Maestro, enviado por Él y sostenido por el Espíritu Santo. 

            El San Padre Benedicto XVI, comentando el citado pasaje de S. Marcos, presenta la esencia de la vocación espiritual del sacerdote, como el “estar con Cristo”, para luego ser enviado por Él: estas dos cosas van juntas (…) Sólo quienes están “con Él” aprenden a conocerlo y pueden anunciarlo de verdad. Y quienes están con Él no pueden retener para sí lo que han encontrado, sino que deben comunicarlo”. De otra manera, se caería en el ‘activismo vacío’: “La experiencia confirma que cuando los sacerdotes, debido a sus múltiples deberes, dedican cada vez menos tiempo para estar con el Señor, a pesar de su actividad tal vez heroica, acaban por perder la fuerza interior que los sostiene. Su actividad se convierte en un activismo vacío.” (A los seminaristas, a los sacerdotes, a las religiosas, a los religiosos y a los miembros de la obra Pontificia para las Vocaciones de especial consagración, Alemania, el 11 de septiembre de 2006).  

            Para el presbítero, el “estar con Él” se renueva siempre, y de modo absolutamente especial, en la celebración cotidiana de la Eucaristía, pero también en la lectura orante de la Biblia, en la oración fiel de la Liturgia de las Horas, en la oración personal y comunitaria, en recibir el sacramento de la Reconciliación, en la solidariedad con los pobres y en muchas otras formas.  

            ¡Se trata de “estar con Él” para convertirse en su verdaderos discípulos y para luego anunciarlo con vigor y eficacia! “¡Estar con Él” para luego llevarlo a los hombres, he aquí la tarea central del sacerdote!   

            Se trata, en definitiva, de vivir una vida basada en Dios. “Si en una vida sacerdotal se pierde esta centralidad de Dios, se vacía progresivamente también el celo de la actividad”, (Papa Benedicto XVI, A los miembros de la Curia romana, el 22 de diciembre de 2006). De esta profunda e íntima experiencia de Dios brota la vocación misionera de los presbíteros.  

            Hoy, esta misión necesariamente se desarrolla en dos ámbitos, es decir: “ad gentes” y en el propio rebaño de la Iglesia, ya constituido, es decir entre los bautizados. Los horizontes de la misión “ad gentes” se extienden y solicitan un renovado impulso misionero. La Iglesia mira con premura, amor y esperanza, por ejemplo, a Asia, especialmente a China, y África. Los presbíteros son invitados a escuchar el soplo del Espíritu y a compartir esta solicitud de la Iglesia universal. Por otra parte, en el propio rebaño  de la Iglesia ya constituido, en los países llamados cristianos, donde desafortunadamente más de la mitad de los bautizados no participan en la vida de la Iglesia, porque son poco o para nada evangelizados, una evangelización misionera se hace urgente e improrrogable. Es sobre esta misión dentro del propio rebaño, que queremos reflexionar ante todo en esta Plenaria. La misión “ad gentes” es de competencia específica de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. 

 

5. El Presbítero, discípulo y misionero, en el ejercicio de los “tria munera” 

            El Concilio Vaticano II presenta al presbítero como ministro de la Palabra, ministro de la santificación con los sacramentos, de modo especial, con la Eucaristía, y como pastor, guía y educador del Pueblo de Dios (Cf. Presbyterorum ordinis, n. 4-6). Son los “tria munera”, ámbitos de su ser discípulo y misionero. 

 

5.1. En el ámbito del munus docendi 

            Ante todo, para ser un verdadero misionero dentro del mismo rebaño de la Iglesia, según las actuales exigencias, es esencial e indispensable que el presbítero se decida no solamente a acoger y a evangelizar a los que lo buscan, ya sea en la parroquia que en otros lugares, sino a “levantarse e ir” en búsqueda, antes que nada, de los bautizados que no participan en la vida de la comunidad eclesial, y también de todos aquellos que poco o para nada conocen a Jesucristo. Esta nueva misión tiene que ser abrazada con entusiasmo por cada parroquia, en forma permanente, con un entusiasmo que trate de alcanzar a todos los bautizados del propio territorio y luego también a los no bautizados.  

            El anuncio específicamente misionero del Evangelio solicita que sea dado un relieve central al Kerigma. Este primer o renovado anuncio kerigmatico de Jesucristo, muerto y resucitado, y de su Reino, tiene, sin dudas, un vigor y una unción especial del Espíritu Santo.  El Kerigma es por excelencia el contenido de la predicación misionera. 

En la encíclica Redemptoris missio (1990), Juan Pablo II escribió: “En la compleja realidad de la misión, el primer anuncio tiene una función central e insustituible, porque introduce «en el misterio del amor de Dios, quien lo llama a iniciar una comunicación personal con Él en Cristo» y abre la vía para la conversión. La fe nace del anuncio (…) El anuncio tiene por objeto a Cristo crucificado, muerto y resucitado: en Él se realiza la plena y auténtica liberación del mal, del pecado y de la muerte; en Él, Dios da la «nueva vida», divina y eterna. Esta es la «Buena Nueva» que cambia al hombre y la historia de la humanidad, y que todos los pueblos tienen el derecho de conocer. Este anuncio se hace en el contexto de la vida del hombre y de los pueblos que lo reciben. Debe hacerse además con una actitud de amor y de estima hacia quien escucha, con un lenguaje concreto y adaptado a las circunstancias. En este anuncio el Espíritu actúa e instaura una comunión entre el misionero y los oyentes, posible en la medida en que uno y otros entran en comunión, por Cristo, con el Padre.” (n. 44).  

Pues, hace falta retomar, “opportune et importune” con mucha constancia, convicción y alegría evangelizadora, este primer anuncio, ya sea en las homilías, durante las Santas Misas u otros acontecimientos evangelizadores, que en las catequesis, en las visitas domiciliarias, en las plazas, en los medios de comunicación social, en los encuentros personales con nuestros bautizados que no participan en la vida de las comunidades eclesiales, en fin, por doquier el Espíritu nos empuje y brinde una oportunidad para no desperdiciar.  

En este esfuerzo misionero, los destinatarios privilegiados serán los pobres. Como dijo el mismo Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí […] y me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres”  (Lc 4,18). En el ya citado discurso a los obispos brasileros, Benedicto XVI dijo:  “Entre los problemas que os afligen en vuestra solicitud pastoral está, sin duda, la cuestión de los católicos que abandonan la vida eclesial. Parece claro que la causa principal de este problema, entre otras, se puede atribuir a la falta de una evangelización en la que Cristo y su Iglesia estén en el centro de toda explicación […] En la encíclica Deus caritas est recordé que "no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1). Por lo tanto, es necesario emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia católica (…), promoviendo una evangelización metódica y capilar en vistas de una adhesión personal y comunitaria a Cristo. En efecto, se trata de no escatimar esfuerzos en la búsqueda de los católicos que se han alejado y de los que conocen poco o nada a Jesucristo […] En este esfuerzo evangelizador, la comunidad eclesial se distingue por las iniciativas pastorales, al enviar, sobre todo a las casas de las periferias urbanas y del interior, a sus misioneros, laicos o religiosos, tratando de dialogar con todos con espíritu de comprensión y de caridad delicada. Sin embargo, si las personas con quienes se encuentran viven en una situación de pobreza, es necesario ayudarlas, como hacían las primeras comunidades cristianas, practicando la solidariedad, para que se sientan amadas de verdad. La gente pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la cercanía de la Iglesia, tanto en la ayuda para sus necesidades más urgentes, como en la defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundada en la justicia y en la paz. Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y el obispo, formado a imagen del Buen Pastor, debe estar particularmente atento a ofrecer el bálsamo divino de la fe, sin descuidar el "pan material". Como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, "la Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los sacramentos y la Palabra" (n. 22)” (n.3). 

 

5.2. En el ámbito del munus sanctificandi 

De cada celebración sacramental forma parte la proclamación de la Palabra de Dios, puesto que el sacramento solicita la fe de quien lo recibe. Este hecho indica que la celebración de los sacramentos, de modo especial de la Eucaristía, posee una dimensión misionera intrínseca, que puede ser desarrollada como anuncio del Señor Jesús y de Su Reino, a los que, poco, o todavía para nada, han sido evangelizados. 

            Luego, es necesario subrayar que la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y de cada cristiano. En este sentido se puede decir que la Eucaristía es el punto de llegada de la misión. El misionero va en busca de las personas y de los pueblos para llevarlos a la mesa del Señor, preanuncio escatológico del banquete de vida eterna, cerca de Dios, en el cielo, que será la realización plena de la salvación, según el designio redentor del Padre. La Eucaristía tiene, además, una dimensión de envío misionero. Cada Santa Misa se concluye con el envío de todos los participantes a la obra misionera en la sociedad.  

La comunidad cristiana, en el celebrar la Eucaristía y en recibir el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Jesús, está profundamente unida al Señor y colmada de Su amor sin medida. Al mismo tiempo, recibe cada vez y nuevamente, el mandamiento de Jesús “ámense entre ustedes como yo los he amado” y se siente empujada por el Espíritu de Cristo a ir y anunciar a todas las criaturas la Buena Noticia del amor de Dios y de la esperanza segura en Su misericordia salvadora. En el decreto Presbyterorum Ordinis, del Concilio Vaticano II, se dice: “la Eucaristía aparece como la fuente y cima de toda la evangelización” (n.5). 

            La misma celebración eucarística, y de los otros Sacramentos, bella, serena, digna y devota, según las normas litúrgicas, se convierte en una evangelización muy especial para los fieles presentes.   

            Todos los Sacramentos reciben la propia fuerza santificante de la muerte y resurrección de Cristo y proclaman la misericordia indefectible de Dios. Su esencia y eficacia misioneras tienen que ser siempre subrayadas.  

 

5.3. En el ámbito del munus regendi 

            En la actual urgencia misionera es indispensable que los sacerdotes guíen a la misión la comunidad confiada a ellos, profundamente animados por la caridad pastoral, conscientes de ser ministros de Cristo. Parte integrante del munus regendi es la capacidad personal del presbítero de suscitar el espíritu misionero y la corresponsabilidad en los fieles laico, contando con ellos para la nueva evangelización. 

            En efecto, la corresponsabilidad y la coparticipación de los fieles laico en la misión de la Iglesia no comporta una anulación del ser pastor del presbítero. En el encuentro del Papa con los sacerdotes de las diócesis de Belluno-Feltre y Treviso, él dijo: “Me parece que es uno de los resultados importantes y positivos del Concilio: la corresponsabilidad de toda la parroquia; no es más solamente el párroco quien tiene que vivificar todo, sino, porque todos somos parroquia, todos tenemos que colaborar y ayudar, para que el párroco no quede arriba aislado como coordinador, sino que realmente se encuentre como pastor ayudado en estos trabajos comunes en los cuales, juntos, se realiza y se vive la parroquia.” 

            En el munus regendi el párroco, con respecto a la misión en su parroquia, tendrá que convocar a los miembros de la comunidad parroquial para asumir con él esta misión. El laico está llamado por el Señor, en virtud del bautismo y de la confirmación, a ser evangelizador. Así, el párroco tendría que convocar a sus laicos, formarlos y enviarlos a la misión, a la cual él mismo se dirigirá. 

            Para el éxito de la misión parroquial, será necesaria una buena metodología misionera. La Iglesia tiene en este campo una experiencia bimilenaria. Sin embargo, cada época histórica trae consigo nuevas circunstancias, que hay que tener en cuenta en el modo de actuar la misión.  

            La auténtica identidad misionera también exige que el presbítero haga evidente su genuina presencia de pastor. En tal contexto se entiende la importancia pastoral del hábito eclesiástico, que es un signo de la identidad universal del sacerdote. Cuanto más una sociedad es pluralista y secularizada, tanto más necesita signos de identificación de lo sagrado. (Cf. Pablo VI, Catequesis en la audiencia general del 17 de septiembre de 1969; Alocución al clero, el 1 de marzo de 1973; Enseñanzas de Pablo VI, VII (1969), 1065; XI (1973), 176; can. 284; Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 66; El Presbítero: maestro de la Palabra..., cap. IV, n. 3). De modo similar, pero aún más profundo, puede y tiene que ser un signo de la trascendencia del Reino de Dios, el fuerte testimonio del celibato sacerdotal. 

            Es importante todavía añadir que las circunstancias actuales revelan con urgencia la necesidad de una profunda disponibilidad de los presbíteros, que no sean sólo capaces de cambiar de cargo pastoral, sino también de ciudad, región o país, según las distintas necesidades, y de realizar la misión que sea necesaria en cada circunstancia, yendo más allá de los propios gustos y proyectos personales por amor a Dios. Por la misma naturaleza de su ministerio, ellos tiene que ser penetrados y animados por un profundo espíritu misionero y por aquel espíritu realmente católico que los acostumbre a mirar más allá de los confines de su diócesis, nación o rito, y responder a las necesidades de toda la Iglesia, dispuestos, en su ánimo, a predicar en todas partes el Evangelio.  (Cf. Decr. Optatam totius, n. 20; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1565; Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis, n. 18; Concilio Vaticano II). 

 

6. La formación misionera de los presbíteros y las vocaciones sacerdotales 

            Todos los presbíteros tienen que recibir una especificación y cuidadosa formación misionera, ya que la Iglesia quiere comprometerse, con renovado ardor y con urgencia, en la misión ad gentes y en una evangelización misionera, dirigida a los mismos bautizados, de modo particular a los que se han alejado de la participación a la vida y a la actividad de la comunidad eclesial. Se trata de una formación que ya debería tener inicio en el seminario, de modo sistemático, profundizado y amplio. 

Parece cada vez más urgente, entonces, crear un vínculo fundamental entre el tiempo de la formación seminarística y aquel del inicio del ministerio y de la formación permanente, que deben ser saldados y absolutamente armónicos, en orden a la misión, para que en esta obra el clero pueda volverse cada vez más plenamente lo que es: una perla preciosa e indispensable, ofrecida, por Cristo, a la Iglesia y a toda la humanidad. 

 

7. Conclusión 

            Si la misionariedad es un elemento constitutivo de la identidad eclesial, tenemos que estar agradecidos al Señor que renueva, también a través del reciente Magisterio Pontificio, esta clara conciencia en toda su Iglesia, y en particular en los presbíteros. 

La urgencia misionera en el mundo actual, es realmente grande y exige una renovación de la pastoral, quien debería concebirse en “misión permanente”, ya sea ad gentes, que donde la Iglesia ya está establecida, yendo a la búsqueda de aquellos que nosotros hemos bautizado y que tienen derecho a ser evangelizados por nosotros. 

Los presbíteros y toda la comunidad eclesial no deberían ahorrar energías, opportune et importune, en una evangelización misionera urgente, intensa y extensa, en todos los ámbitos de la sociedad actual, pero ante que nada entre los pobres. Una tal permanente “tensión misionera” no podrá que favorecer también la renovación de la verdadera identidad sacerdotal en cada presbítero, quien, justamente en el ejercicio misionero de los tria munera, encontrará el principal camino de santificación personal, y por lo tanto del pleno cumplimiento de la propia vocación sacerdotal y humana. 

Que la misión y el presbítero, para ser tales, según el Corazón del Buen Pastor, miren incesantemente a la Beata Virgen María quien, plena de gracia, ha llevado el Señor a todo el mundo como “luz de las gentes”, y siempre sigue visitando a los hombres de cada tiempo, todavía peregrinos en los caminos del mundo, para enseñarles el rostro de Jesús de Nazaret, nuestro único Salvador.